De vez en cuando debo acompañar a algún familiar al aeropuerto o ir allí a buscarlo, convirtiéndome de ese modo en una especie de guía fallido que trata de enseñar el camino a su gente, que viene de Zamora o regresa a ella. En los aeropuertos tengo la diversión asegurada por diversos motivos (entre otras cosas, tienen mucho de parque de atracciones y de escaparate de seres humanos), pero principalmente porque en sus inmediaciones también soy el sospechoso número uno. Y escribo “también” porque soy el sospechoso número uno, a veces el dos, en los museos, en las librerías, en los grandes almacenes y en los actos a los que acuda un político importante. ¿Dónde no soy sospechoso? En los bares. De momento, parece. Observen la diferencia: un tipo con el pelo un poco largo, pero oscuro, es sospechoso de inmediato; un tipo con el pelo un poco largo, pero blanco, es etiquetado de elegante y de especial. Pero es así, las canas añaden prestigio y aún tengo pocas. Mis familiares me lo repiten: “Seguro que, con tus pintas, nos para la policía”, “Nos registrarán, ya que vamos contigo”, “En cuanto los vigilantes te echen el ojo, nos piden la documentación”.
La última vez que fui al aeropuerto, esta misma semana, nada más salir del metro y entrar en la terminal número uno, mi familiar se detuvo a hablar con un vigilante al que conocía. A un paso de distancia, aguardé a que terminaran la conversación. Su compañero, mientras tanto, me registró con la mirada de arriba abajo. Lo juro. De arriba abajo y despacio, como suelen hacer en los aeropuertos con los fulanos susceptibles de cobijar un arma bajo la chaqueta. Continuamos por esos pasillos de la terminal en los que nunca sabes a ciencia cierta si encontrarás el camino o te extraviarás. Una larga caminata. Al llegar a las consignas preguntamos por los mostradores de facturación. Estaban ahí al lado, nada más atravesar la cafetería de autoservicio. Antes de atravesarla, dos vigilantes de seguridad estaban pidiendo los documentos a tres jóvenes, y les ordenaron que abriesen las maletas. Ni siquiera estaban en una zona de registros o junto a algún mostrador o detector de metales. Nos fijamos en los chavales, apurados con su equipaje. Llevaban melenas y rastas. Sospechosos, pues. Y mi familiar me dijo: “Nos hemos librado del registro porque, como están ocupados con esos, ni te han visto”. Sé que tenía razón.
En la facturación, la chica nos dijo que el equipaje pesaba demasiado. Dos kilos de más. Abrimos la maleta, sacamos esto y lo otro, y acordamos que yo me llevaría esos objetos (botes, una prenda, etcétera) a casa. Facturaron la maleta y, como era pronto y podía quedarme un rato más, fuimos a la cafetería a beber un refresco. Mientras mi familiar guardaba los billetes, de paso hacia la barra, yo sujeté en las manos todos los objetos: los botes, la prenda, una bolsa con zapatos, el libro que había llevado para leer en el metro a mi regreso. Las manos llenas. Al pasar junto a una mesa en la que una señora solitaria tomaba un aperitivo, ésta me miró. Hizo, al parecer, un gesto veloz y apoyó una mano protectora en su equipaje, colocado en la silla de su derecha. Debió pensar que un tío de pelo largo iba robando los objetos personales al pasar por las mesas del autoservicio. El gesto de la señora no lo vi, iba distraído (“¡Menudo ladrón!”, habrá pensado la mujer), pero mi familiar me lo contó. Tras coger los refrescos, nos fuimos a otra barra del local. Me dijo que mirase hacia atrás. En efecto, la señora no me quitaba el ojo de encima. Con recelo. Con desconfianza. Pelo largo. Siempre da problemas. Así son las cosas.