Después de comer eché un vistazo a los canales de la televisión. Era fiesta, lo que significa que en todas las cadenas ponían películas infantiles o juveniles; por regla general suelen ser más soportables las primeras que las segundas, lo que demuestra que los productores creen que los adolescentes tienen menos seso que los niños. Y se equivocan: los adolescentes no son tontos, sino rebeldes que aún no han encontrado su lugar en el mundo. Había mucha basura en la programación a esa hora, excepto en Telemadrid, que sólo merece la pena por una única cosa: siempre ponen clásicos. Estaba empezando una de Simbad, la del séptimo viaje, que aquí se tituló “Simbad y la princesa”. A mí me encantan las películas sobre Simbad porque detrás de ellas se esconde el genio que las hizo posible, Ray Harryhausen, quien por cierto aún vive. Reconozco que estos filmes pecan un poco de ingenuidad, de maniqueísmo, e incluso hay algunas escenas vergonzosas, pero todo eso forma parte de su encanto. Aparte del trabajo de este artesano, está la partitura inolvidable de Bernard Herrmann. Vimos el principio y luego tuvimos que marcharnos. En las primeras secuencias aparecen un par de criaturas de Harryhausen, en concreto el Cíclope y, más tarde, una bailarina a la que un mago convierte en un ser de larga cola, piel azul y numerosos brazos. Se nota que son criaturas articuladas, y que se mueven despacio, pero da igual. Me fui satisfecho tras ver esos minutos, como si de pronto hubiera regresado al tiempo crédulo y soñador de la infancia. Ya escribí una vez sobre la vieja magia de Harryhausen.
Unas horas más tarde fuimos al cine a ver “La brújula dorada”, que es para niños y tal, pero me motivó a ir su cuidado reparto. Luego me arrepentí, porque casi todas las películas de espada y brujería de ahora me aburren, pero principalmente por los efectos especiales. Y ahí es donde quería llegar. Tras ver las criaturas encantadoras y animadas de Harryhausen en la de Simbad, me topaba con animales hechos por ordenador: osos, gatos, leones, pájaros. Sí, la tecnología en este campo ha avanzado una barbaridad y la fauna está más lograda que, por ejemplo, en “Jumanji”, pero sigue sin ser lo mismo. Lo digo de vez en cuando y lo repito. Sigue sin ser lo mismo porque un efecto de ordenador jamás logrará contener la elegancia y la sorpresa de los movimientos de un felino, o el vuelo inconstante de un ave.
Si veo una marioneta que habla, al menos sé que la marioneta está hecha de trapo e hilo, y que un fulano la mueve y la maneja. Si veo un oso digital que habla, en fin, sé que el oso no es palpable, como la marioneta. Es decir, prefiero los trucajes a la tecnología digital. Prefiero algo imperfecto, pero real (la marioneta), que algo perfecto, pero irreal (el bicho digital). Por eso me embruja el Yoda de “El imperio contraataca” y de “El Retorno del Jedi”, y por eso no me creo al Yoda de las precuelas. El primer Yoda era un muñeco articulado. Cuando acaban la escena, dejan de moverlo, lo arrumban en un rincón y aún parece que la vida late en sus ojos (basta ver alguna escena de rodaje de “El imperio contraataca”). Está ahí, los especialistas pueden tocarlo. El Yoda posterior era un efecto, algo que ya no pueden depositar en el baúl de los recuerdos ni colocar en un anaquel, y permanece en el limbo de un ordenador. Comparen dos escenas, una del primer episodio y otra del sexto: no hay color. Un uso adecuado me parece el de la trilogía de “El Señor de los Anillos”, donde empleaban trucajes y criaturas y luego las perfeccionaban por ordenador.