El viernes vine a Zamora, a pasar estos días navideños. Pero la víspera, el jueves por la noche, me despedí temporalmente de la ciudad, Madrid, acudiendo al directo que ofreció Brett Anderson en un teatro. Por lo general, cuando a alguien le dices que has ido a escuchar a Brett Anderson te responde que no sabe quién es. “¿Brett qué?” Bueno, no pasa nada, a mí me ocurría lo mismo hasta hace poco. A tu interlocutor le dices: “Es el vocalista de Suede”, y entonces todo el mundo lo entiende. Anderson aún sigue aplastado por el éxito de su antigua banda, Suede, y le será difícil que el público se aprenda su nombre. Su disco en solitario es bueno, pero la sombra de aquel grupo es todavía muy alargada.
El concierto empezaba más pronto de lo habitual. Abrían las puertas a las ocho y media hora después empezaban los teloneros. Aquella tarde en la ciudad se percibía el ambiente de locura propio de la víspera de las vacaciones. Más gente en el metro, vagones atestados, mucha prisa, un caos total que le inoculaba a uno ese estado de nervios que te obliga a volver cuanto antes a casa. Había que ir a la Casa de Campo para asistir al directo. Lo habían programado en un teatro cuya fachada parecía una iglesia. Una de esas iglesias modernas y horribles que dejan una sensación de vacío y de náusea en cuanto uno las ve. Yo no voy a la iglesia, salvo en ocasiones especiales como las bodas o los funerales, pero me gusta que el exterior sea (y parezca) antiguo, con manchas en las piedras y el tiempo haciendo su trabajo. Pero me estoy yendo por las ramas: el teatro de la Casa de Campo no es una iglesia moderna, sólo lo parece. El exterior, en fin, no me gustó. La primera sorpresa, al entrar en el patio de butacas, fue la escasa afluencia de público. Las butacas rodeaban el escenario en forma de U invertida. Y las butacas de los extremos de esa U estaban vacías. El concierto incluía un descanso hacia la mitad, que aprovechamos unos cuantos para cambiarnos de sitio y ver el escenario desde otra perspectiva. Al principio nos sentamos junto al lado izquierdo del escenario, en la primera fila. Pero desde allí hubo varios incordios visuales: un foco enorme, los músicos alejados de aquella zona, el enorme piano tras el que, cuando Anderson se sentaba a tocar, sólo se le veían las piernas. En el descanso nos fuimos al lado derecho, más cerca de los artistas y con buena visibilidad. Anderson no estaba solo, pero casi. Se hizo acompañar de la violonchelista Amy Langley. Él cantaba; y tocaba la guitarra y, a veces, el piano. De vez en cuando a las celebridades de la música les encanta ofrecer conciertos para unos pocos. Salas pequeñas, teatros confortables, sitios así, donde tal vez se sientan más cómodos, donde no afronten la responsabilidad de entretener a la masa, sino sólo a unos cuantos.
El directo tuvo un tono melódico y tranquilo, con canciones lentas. El piano y el violonchelo no hubiesen funcionado en una sala grande con el público en pie, berreando y bebiendo cerveza. Lo cierto es que Anderson y Langley dieron una lección. El sonido era perfecto, mucho mejor que en la mayoría de los garitos habituales de la ciudad en los que suelen programar conciertos. El público, aunque escaso, estaba entregado. Coreando algunos temas, aplaudiendo en cuanto Anderson enlazaba dos canciones. Las chicas estaban desatadas, soltándole piropos al cantante en inglés y en español. En el último tema, pidió a la gente que se levantara de sus asientos y se aproximara al escenario, con las manos apoyadas en la tarima y muy cerca de ambos músicos. Y, por cierto, pocos medios asistieron al evento.