Un día típico, ya sabes. Prisas, brindis, abrazos. Compras de última hora. Caminatas urgentes hasta casa. Las piernas azotadas por el calambre del deber. ¿A qué hora cenas tú? A las nueve, ¿y tú? Media hora más tarde. Y una noche aún más típica. La cena. La lombarda. El pavo. El cochinillo. Los turrones. El marisco. La carne y el pescado. Vino, champán, el postre. Cada cual su menú. En estas circunstancias y con unos cuantos años en la mochila, ¿qué se puede contar que no se haya dicho ya? Nada, probablemente. Nada en absoluto.
Es posible que, una vez asumas tu deber (ir a cenar en familia), empieces a refunfuñar de camino a casa, o durante la preparación de los platos, o mientras pones los cubiertos en la mesa. Refunfuñarás por dentro. Quizá sea tu secreto. Habrá más quejas individuales que menús familiares. El marido que aborrece a la suegra. La mujer que detesta a su cuñado. El chaval harto de los pescozones de la abuela. Los hermanos que llevaban años sin hablarse y son obligados a hacer las paces o, cuando menos, a soportarse durante la cena. Cientos de historias distintas pero, en el fondo, similares. Es la película de siempre, no te digo nada nuevo. Y no debes olvidar el momento melancólico. Esto atañe, por lo general, a las mujeres. El momento lacrimógeno y melancólico en el que se recuerda a los caídos, no por Dios ni por España ni cosas de esas, sino porque vino la Muerte y les asestó su zarpazo. Así de simple. El curso de la vida, y tal. Odias esos minutos en que las lágrimas se agolpan al borde de los ojos de ellas y empiezan a rememorar viejos tiempos. Probablemente alguien diga: “Venga, tengamos la fiesta en paz”, y se reanude la cena. Quizá tú compartas el sentimiento, pero callas. Lo tuyo va por dentro. Las muestras dramáticas prefieres dejarlas para los velatorios y para los dramas que ganan el Oscar.
Bien, pues mientras cenas y bebes vino y champán o agua o lo que sea que bebas, y mientras devoras los innumerables platos que luego te obligarán a odiar la comida, piensa en tu suerte. No vamos a ponernos sentimentales y a empezar a hablar de los pobres del Tercer Mundo que pasan hambre. No, hoy no. Porque la piedad debe empezar por la gente próxima y no por la remota. Hoy vamos a acordarnos de gente como tú y como yo. Personas normales y corrientes que llevan una vida acaso anodina. Tal vez se trate de tus vecinos. De hombres o mujeres a los que conoces. Mientras tú estás ahí, lamentándote en silencio, ellos cenan solos. Pero no sólo hoy o mañana o el último día del año, sino siempre y cada día de sus vidas. Gente que, por diversas causas, se ha quedado sola en el camino. Hombres que tal vez duerman en pensiones miserables y que esta noche comerán un bocadillo y echarán un trago de vinazo en compañía de chinches y cucarachas. Tipos que no tienen a nadie. Se quedaron sin amigos, sin familia. O están lejos de su ciudad y van a la deriva, sin nadie en quien apoyarse. Quizá la culpa sea suya, pero eso no es de tu incumbencia. Prostitutas que añoran sus hogares y a sus familias, que dejaron atrás, en una tierra remota, y cuyas sonrisas junto a sus compañeras no pueden encubrir su soledad. Porque se trata de eso. De soledad. No te dejes engañar. Lo de “Mejor solo que mal acompañado” sólo sirve para un rato, para unas horas. Porque la soledad tiene un límite, y más allá de sus fronteras sólo quedan el silencio, el tedio, el remordimiento. Así que coge tu copa de agua, o de vino, o de champán, o lo que bebas, y brinda en secreto por ellos y, sobre todo, por tu suerte. Por tu suerte, brother. Y luego, si te place, ve a emborracharte.