Comienza el puente e imagino los correspondientes atascos en las carreteras. Hace tiempo renuncié a viajar en estas fechas: se pasa uno dentro del vehículo demasiadas horas a la ida y a la vuelta como para que el desplazamiento merezca la pena. Decidimos salir una tarde-noche por La Latina. La intención es merendar algo por las tascas y luego tomar alguna copa en un garito e irse pronto a casa, en plan tranquilo, como suele decirse. Lo cual cumplimos. Al contrario de lo que pensaba, las calles y los bares de La Latina no estaban hasta los topes. Supuse que el personal se habría ido hasta el centro, a comprar de todo con complejo de zombie consumista, porque es lo que toca y porque las navidades empiezan más pronto cada año. Probablemente, y en cuanto termine la escritura de este artículo, yo mismo vaya a saciar un poco esa sed de consumo que a todos nos acomete, aunque a mí me pasa durante todo el año: sólo quiero comprar libros; sólo necesito comprar libros, y por tanto no hay diferencia para mí entre abril, junio o diciembre respecto a mis incursiones en las librerías.
Había poca gente, como digo, en La Latina. Tomamos unas tapas, y entonces se me ocurrió ir a Los Pinchos, que es un bar de zamoranos y con menú zamorano. Si no puedes estar en tu tierra, debes estar cerca de ella de alguna manera, y aunque sólo sea una vez a la semana. Allí pedimos unas cañas, una ración de patatas bravas y unos pinchos morunos. El camarero me miraba de reojo, como si me reconociera. Con el picante en la lengua y el ambiente propio de tasca me sentí igual que en casa. Entonces hablamos de nuestra provincia y a mí me acometieron las ganas de salir de farra en Zamora y en Navidad. Para lo cual ya queda menos. Me gusta salir por mi ciudad siempre, pero puede que más en navidades por una razón que quizá he comentado aquí cientos de veces: por el júbilo de los reencuentros. Viejos amigos, antiguos conocidos, familiares, todo eso que ustedes ya saben y conocen a la perfección. La gente se encuentra de año en año y en dos minutos se cuenta la vida, se recuentan las canas o las calvicies y se estudia el rostro del contrario, por ver cuánto ha envejecido y si el tiempo ha causado los mismos estragos que causa en todo el mundo. En uno de los siguientes bares topamos con un grupo de oficinistas recién salidos del trabajo para ir a la cena de despedida con el traje puesto y salir luego de copas, muy ciegos. Las mujeres aguantaban el tipo. Los hombres eran tíos sobrados de kilos y faltos de pelo y llenos de arrugas que se tambaleaban, que no podían mantenerse en pie. Y entonces pensé en esos reportajes televisivos en los que muestran a los adolescentes que andan de botellón como si tuvieran retraso mental, cuando lo único que les ocurre es que tienen menos de veinte años, es decir, la edad de la inmadurez y de la rebeldía. Pero nunca muestran a estos señores de traje y corbata que casi se caen de la silla y dan mal ejemplo. Que beban, pero que mantengan la vertical.
La noche prácticamente terminó cuando nos paramos a ver el rodaje de una escena de la serie española “Gominolas”. Estaban rodando en mi barrio, dos calles más allá de donde vivo. A un tipo encargado de evitar que los curiosos salieran en la escena, le hice la pregunta: “¿Está Kira Miró?” Me dijo que sí y no hice más preguntas. Con eso bastaba. A Kira Miró la vi un día en Chueca y juro que es más rompedora al natural que en la pantalla. Vimos la escena. Estaba ella, muy guapa. Estaban Fernando Tejero y Arturo Valls y tres enanos vestidos de los Blues Brothers.