La noche del viernes tocaron Arctic Monkeys en Madrid, en la Sala La Riviera. La víspera, dos de sus componentes, el bajista y el batería, pincharon por sorpresa en una discoteca de la ciudad, el Club Ochoymedio. Se supone que, cuando un músico hace de dj, vuelca en los altavoces la suma de las influencias de la banda. Al parecer, no fue así. Según he leído, ofrecieron temas de música electrónica. Algo lógico, por otra parte, cuando se trata de una discoteca. Tenía entradas para ver su directo y allá fuimos. Llegamos justo cuando habían acabado los teloneros, Reverend and the Markers, de quienes me habló muy bien un amigo que entró pronto a La Riviera. Empieza a cansarme que la mayoría de los conciertos a los que voy sean en esta sala. No obstante, ya lo hice en el de Travis y ahora repito: le he pillado el truco para ver los directos sin que me empujen, ni me viertan litros de cerveza en los hombros, ni me pisen las botas. Consiste en ir a la barra superior más alejada del escenario, y desde allí, acodado en los pasamanos, y con muy poca gente en torno, ver el concierto.
En cuanto dieron el pelotazo con su primer tema me enganché a la música de Arctic Monkeys. No sé muy bien por qué. Quizá porque la furia rock de aquella canción supuso un latigazo, algo distinto, como cuando Nirvana nos golpeó con la ya clásica “Smells Like Teen Spirit” (salvando las distancias, of course: prefiero a Nirvana). Tienen ritmo y sus temas son pegadizos. Estos chicos supieron entrar en la escena del rock independiente gustando tanto a los adolescentes como a los de mi generación, lo cual supone un amplio arco de edad. Pero la revolución, creo yo, consistió en la propagación de sus temas por internet. Alguien colgó sus canciones en la red y empezaron las descargas. El personal iba a sus conciertos sabiéndose ya las letras, que habían descargado gratuitamente y memorizado, y luego ellos vendieron un millón de copias de su primer disco. Sus seguidores decidieron no sólo bajarse el disco de internet, sino comprarlo, lo que desmonta las teorías pesimistas sobre las descargas gratuitas y su mala influencia en las costumbres de los consumidores.
Comentemos el concierto. El año pasado también actuaron en Madrid, pero me enteré tarde, cuando estaba todo vendido. El viernes, a la puerta no había tipos intentando revender sus entradas, como es habitual, sino intentando comprarlas. Calculo que los Arctic Monkeys estuvieron una hora y diez minutos sobre el escenario, a lo sumo. Ya me lo esperaba. Sus directos duran poco. No pueden durar mucho más: sólo tienen dos discos y los temas son cortos y van a todo trapo. Entre canción y canción apenas hay un respiro. Sólo un “gracias” o un “thank you” y algún comentario que otro. Incluso el final de una canción coincidía con el principio de la siguiente, sin dar un respiro. La primera canción, supongo que por culpa de los técnicos de sonido, sonó de pena: distorsiones, demasiado volumen, etcétera. En el segundo tema el sonido mejoró notablemente. He oído sus dos discos varias veces, pero creo que jamás había visto fotos de la banda. Y uno se sorprende al verlos allí, en el escenario, tan jóvenes. Rondan los veintiún años. Saben lo que quieren. Todas las canciones son cañeras, rock que enloquece a los fans y que hizo que el público de la sala se moviera de un lado para otro, como una ola formada por cabezas. El directo estuvo bien. Dieron lo que se esperaba de ellos. Pero se echa de menos la inclusión de algún tema más lento. Deberían meter uno en su repertorio, aunque fuese una versión. Porque una hora de caña al final hace que el directo sea un poco lineal, repetitivo.