Abro los ojos. La luz de la mañana se filtra por las ventanas y las claraboyas. No hay persianas frente a la cama, y sólo dos frágiles cortinas reducen un poco la claridad. Pero no es suficiente: el sol molesta y uno ya está desvelado. Las manos me arden por la calefacción del edificio y porque aquí arriba pega el sol. No oigo nada: he dormido con tapones. Me quito uno. Se oyen las campanas de la iglesia de Arenas de San Pedro, cerca de Ávila. Palpo la mesilla, en busca del reloj. Son las nueve y pico de la mañana de un domingo y, a pesar de haberme acostado a las tres y media de la madrugada o quizá más tarde, no consigo dormir más. Hacía tiempo que no madrugaba un domingo. En la habitación a modo de buhardilla o desván, en el piso superior de una casa rural, duermen otras cuatro personas. En silencio, despacio, me visto y bajo hasta el primer piso. Los gruesos escalones de madera antigua crujen mientras desciendo. En el rellano vuelvo a fijarme en las fotografías en blanco y negro que los dueños de la casa de alquiler han colocado en la pared. Imágenes de escritores y políticos. Uno de ellos es mi paisano Agustín García Calvo. Tras las paredes se empiezan a escuchar los llantos de los hijos de mis amigos, bebés que madrugan y se quejan y se hartan de las cunas.
En el salón hay mesas, sillas, sofás. Me acomodo en uno de los sofás y empiezo a leer un libro. El sueño dificulta un poco la lectura. Poco a poco, el resto de mis colegas va bajando a desayunar porque aquí también está la cocina. Pronto traen a los bebés. Los niños confieren ruido y alegría a la casa. Me tomo un par de cafés y, al rato, abandono la lectura. Me dedico a observar a los bebés. Es algo que jamás hubiera imaginado años atrás. Ahora estoy aquí y los observo, con curiosidad y cierta fascinación. El modo en que descubren los objetos nuevos. El tacto. Las manos tocando cosas que no habían visto antes. El gusto. Se llevan las frutas y los objetos a la boca. Prueban la piel de una pera, el mango de una cuchara, cualquier cosa que logren llevar hasta los labios. Hay que vigilarlos para evitar que se atraganten. Imitan nuestros gestos. Nos ofrecen sus juguetes y se los arrebatan entre ellos. En cuanto se les deja en la cuna utilizan el chantaje emocional: lloran y berrean para que los cojamos y los saquemos de allí. No tienen ni un año de edad y ya se saben los trucos para manejar a los adultos. Quieren coger los vasos, los cuchillos, los móviles, los periódicos, las jarras. Su vida consiste en descubrir el mundo a su alrededor. Aportan sus risas y sus juegos y entonces parece que la casa rejuvenece y nosotros también.
Un par de horas más tarde, cuando todo el mundo está en pie, desayunando, merodeando por la casa, preparándose para salir, cuidando a los niños, subo al desván del tercer piso. Allá arriba hay silencio. El cuarto está vacío. Aún huele a nuestros sueños. Abro las puertas que dan al balcón y salgo a respirar aire fresco. Es un día soleado, con un cielo muy azul que parece de mentira. El paisaje que hay en torno reconforta la vista. Los tejados de las casas del pueblo. El patio de una vivienda de lujo, unos metros más allá. La iglesia. Las campanas de la iglesia. Y, rodeando al valle, montañas coronadas de nubes. En una ladera arde algo, y el humo anuncia que algún campesino estará quemando rastrojos. De vez en cuando, algún jirón de nube, al moverse, permite ver la cumbre de las montañas. En ellas hay nieve. Es ese tipo de día en el que el sol calienta mucho, pero a la vez las manos se quedan heladas cuando uno sale al exterior. Permanezco un rato allí, escuchando los escasos ruidos de la mañana del domingo en un pueblo.