Si, en un cruce de caminos, uno no puede optar por aquel sendero que en principio había elegido, que no se lamente: es posible que uno de los caminos alternativos le depare agradables sorpresas, regalos inesperados. Es lo que tiene el azar. El viernes pasado tenía previsto un viaje a Zamora y, a última hora y por circunstancias de fuerza mayor, tuvimos que aplazarlo. Con el cambio fortuito de planes, el fin de semana se presentaba vacío de propósitos en Madrid. Restaba la improvisación, que siempre acaba siendo más conveniente.
Y, así, el sábado nos dio por acercarnos a una céntrica librería de viejo en la que esperaba conseguir uno de esos libros de relatos difíciles de encontrar: un libro de Thom Jones. En los medios de comunicación habían metido el miedo en el cuerpo a los habitantes madrileños: a partir de las cuatro de la tarde habría diversas manifestaciones de ideologías opuestas. Se esperaba que Madrid ardiera. En Fuencarral las aceras estaban repletas de compradores, como siempre, y se oían continuamente las sirenas de los coches de policía. Nos apresuramos a hacer los recados. En la librería de viejo me dijo el tipo que tal vez podría conseguirme un ejemplar de Jones. Pero tendría que pedirlo al almacén e iba a tardar unos días. Me fui con las manos vacías. Frente a esta hay otra pequeña librería en la que nunca había entrado; en esta ocasión íbamos sobrados de tiempo, así que decidí curiosear un poco en sus anaqueles. Para mi sorpresa, allí topé con títulos raros o agotados del catálogo de bolsillo de Anagrama. “El oso”, de William Faulkner, que llevaba unos días buscando. Este texto, que se estudia en algunos centros de enseñanza de Estados Unidos, puede encontrarse en el volumen “Relatos” del propio Faulkner, pero de Faulkner, un escritor inmenso, me interesaron siempre más sus novelas que sus cuentos. “El oso” es una excepción. Encontré también “Cabeza de turco”, de Günter Wallraff, un libro que había visto antaño en las bibliotecas de mi ciudad y cuya lectura aplacé en aquellos tiempos. Y, al fondo del local, la mayor sorpresa de todas: “Yo necesito amor”, las memorias del genio loco Klaus Kinski, que David González me había recomendado muchos meses atrás y que me había cansado de buscar por ahí. Al parecer, es un libro escurridizo. Lo había buscado en vano por muchos lugares. Recuerdo que, entonces, tras mi frustración al no haber conseguido un ejemplar, recurrí para consolarme a ese documental de Werner Herzog que se titula “Enemigo íntimo”, en el que se ofrece un retrato sin tapujos de la personalidad esquizoide de Kinski, y del propio Herzog, que también lleva lo suyo. Abro las memorias de Kinski por la primera página, y su maniática figura golpea ya en los primeros párrafos: “Las últimas noches no he podido dormir, y hace más de setenta horas que estoy en pie. Interminables entrevistas para la radio, la televisión y la prensa. Además no he comido, y desde ayer por la mañana me he fumado como mínimo ochenta cigarrillos. Y ahora me encuentro encima de esta plataforma, como si me hallara en lo alto de un patíbulo”.
Un par de recados después volvimos rápido al barrio. En los medios sonaban los presagios sobre posibles disturbios en la ciudad. Decidimos que lo más conveniente, para evitar las trifulcas y las posibles cargas policiales, era quedarse en casa. Al día siguiente supimos que Madrid no había ardido. Era todo un cuento de los medios y de las autoridades. Pero el sábado, al final, sí salí a la calle un rato. La ciudad me deparaba otra sorpresa, y me alegré de haberme quedado.