Cuando nos reuníamos en el salón de esa casa rural de la que he hablado estos días (y prometo que éste será el último artículo al respecto), a menudo me daba por curiosear entre las mesas, los revisteros y las cómodas sobre cuya superficie de madera había viejos ejemplares de periódicos, de revistas, de libros y de suplementos de prensa. Casi todo era ya antiguo, y las páginas habían cobrado cierto tono amarillento o apagado que añadía valor, de algún modo, a esos ejemplares. Encontré algún que otro libro sobre comunicaciones con los muertos y cosas del más allá y argumentos del estilo, volúmenes que no me interesaron demasiado y que estaban escritos, supongo, en forma de documento de investigación. No faltaba un manoseado ejemplar del célebre “Libro Guinness de los Récords”.
Sobre una cómoda encontré dos manuales de Luis Carandell. Los llamo manuales porque su diseño era muy parecido al de esos manuales de estudio que nos mandaban comprar en el colegio. Libros grandes, de pastas blandas, que al cogerlos con la mano se curvaban hacia abajo por el peso. Le hice algunas fotos a dos o tres de las páginas interiores, y ahora me doy cuenta de que olvidé fotografiar las portadas o, cuando menos, apuntar los títulos. Porque, cosa rara en mí, los he olvidado. Si fuerzo la memoria, me viene a la cabeza “Celtiberia Show”. Quizá sea ese uno de los títulos. En ambos manuales, Carandell reúne imágenes, dibujos, anuncios, recortes, esquelas, de la España profunda de la dictadura. Es un viaje al pasado en el que uno se queda atónito. Yo ya había visto algunas muestras, como ese anuncio en el que aconsejan al hombre, al macho, que “aprenda a dominar a la mujer”, a la hembra, “sin ayuda del látigo”. Ver para creer. Publicidad machista, brebajes milagrosos, cosas así. Y consoladores con un texto encubierto. Pero lo más curioso, y lo que quería contar, es que, nada más abrir el primero de los ejemplares, al azar, vi el nombre de mi tierra, o sea, Zamora. Ya es casualidad. Se trataba de un recorte titulado “Las invasoras”, en el que se recogían, a su vez, fragmentos del recorte de una noticia publicada en algún extinto periódico zamorano. En ambos artículos se hablaba de las meretrices que empezaban a poblar el famoso y envejecido Barrio de la Lana. El tono estaba a medio camino entre la burla y el rencor. Trataban a las prostitutas de incordio, de seres extraterrestres. Es probable que esos mismos hombres que, en la prensa y en público, se mofaban de las chicas de alterne, fuesen los mismos que luego merodeaban por sus lupanares para aplacar sus ardores. Hice una fotografía. Y quiero copiar aquí algunos pasajes del recorte zamorano. Para que alucinen. Para que la gente joven vea cómo era el patio.
El primero lo cuenta de este modo: “Nos invaden continuamente; nos invaden las invasoras. Desaprensivos propietarios arriendan sus casas a las invasoras porque seguro que éstas pagan bien. La psicosis se extiende al ver que llegan de otras ciudades vampiresas para trabajar en los bares que existen por aquí. No hace muchos días irrumpieron por estos lares una pléyade de mujeres que al verlas infundían recelo, repugnancia y escándalo”. El segundo dice así: “Si no progresamos, lo único que tenemos que hacer obligados, los que por aquí vivimos, es largarnos con nuestras familias; abandonar los hogares y rogar a las autoridades que, por bien de Zamora, aíslen esta parte de la ciudad”. Y habla de la necesidad de construir una muralla que separe a estas mujeres del resto de los barrios. Como apestadas. Como si fuesen esos contaminados que, en las películas, ponen en cuarentena.