En la librería La Central de Madrid tienen una sección dedicada al teatro. Sus anaqueles ocupan más espacio del que ocupa este género en otras librerías que suelo frecuentar. La explicación es sencilla y en breve la aclararé. En otras librerías apenas tienen dos o tres estantes donde meten las obras teatrales publicadas. No es culpa de ellos, de los responsables de la librería. La cuestión es que en España se publican muy pocos textos de este tipo. En La Central a veces me detengo en esa sección, y escudriño los títulos y los autores. Siempre me quedo con ganas de comprar las obras de los dramaturgos extranjeros. Se me hace la boca agua leyendo los nombres de los autores teatrales: Sam Shepard, Tom Stoppard, Edward Albee, Neil Simon, Eugene O’Neill, Patrick Marber, Anthony Shaffer, David Mamet. Pero hay un inconveniente. Están en inglés. Y, aunque podría intentarlo, podría intentar leer algunas de esas obras, me temo que no sería capaz de descifrar los habituales juegos de palabras que suelen aparecer en sus páginas, dados mis pobres recursos en ese idioma. La primera vez que pisé ese rincón de La Central no daba crédito. Un montón de libros de teatro. Un pequeño paraíso. Fue luego, al acercarme y leer los lomos de los mismos, cuando caí en la cuenta. Que la sección era amplia obedecía a que casi todas las obras estaban en otros idiomas, en cualquier idioma menos en castellano.
Aquí se publican pocos textos teatrales traducidos. No sé si es porque la gente no quiere leer obras de teatro, y prefiere ir a ver la representación (el teatro funciona bien en Madrid), o porque las editoriales no quieren arriesgarse. Cuando se publica, nos ofrecen siempre los mismos nombres: William Shakespeare, Henrik Ibsen, Tennessee Williams, Oscar Wilde, Harold Pinter porque ganó el Premio Nobel, y poco más. El resto de autores, como si no existiera. Suerte que hay algunas traducciones (y análisis) fabulosas en Cátedra, que nos ha servido varias obras de Eugene O’Neill, entre ellas la inolvidable “Aquí está el vendedor de hielo”; de Edward Albee, de quien acabo de leer “¿Quién teme a Virginia Woolf?”; o de David Mamet, de quien recomiendo un volumen que agrupa “Casa de juegos” y “Glengarry Glen Ross”. Cátedra ha publicado no hace mucho un mamotreto que recoge toda la obra de Bertolt Brecht. Pero lo que uno quisiera es aventurarse en obras de dramaturgos más modernos, esos que triunfan en Estados Unidos o Inglaterra y que aquí apenas percibimos. Y vuelvo a citar a Shepard, a Stoppard, a Mamet, a Marber. De Marber me gustaría leer “Closer”, que he visto en cine y en los escenarios madrileños. De Stoppard ya me gustaría adentrarme en “Rosencrantz y Guildenstern han muerto”. Por poner un par de ejemplos. A veces, sí, insisto, algunas editoriales nos deparan sorpresas. En otras ocasiones cojo uno de esos ejemplares y veo que está en español, y luego descubro que es importado de Latinoamérica, y la traducción tendrá giros que no reconoceré y jerga a la que me costará acostumbrarme. Como me ha pasado con “Valparaíso”, de Don DeLillo, o con “La invención del amor”, de Stoppard. No las compré por la traducción.
Quizá haya pocos lectores de textos teatrales. Yo compré hace tiempo unos cuantos de estos libros. Cuando he leído demasiadas novelas procuro desengrasar los ojos con una obra de teatro. Algo clásico, algo vanguardista, algo contemporáneo. Lo que sea. El caso es disfrutar. Disfrutar y divertirse y aprender con “Esperando a Godot”, con “Muerte de un viajante”, con “Aquí está el vendedor de hielo”, con “Glengarry Glen Ross”. Disfrutar de lo lindo con sus diálogos y planteamientos.