No miento si digo que quienes solemos subirnos en taxis con cierta frecuencia, también criticamos a sus conductores. A los taxistas de Madrid, se entiende. Nos quejamos cuando, al abrir la puerta de sus coches, nos preguntan con prevención cuál es nuestro destino y, si no les acomoda o les parece peligroso, nos niegan el viaje. Nos quejamos cuando están a punto de atropellar a los peatones que cruzan la calle con el semáforo en rojo; los peatones hacen mal, pero, al contrario que otros conductores, los taxistas no frenan en seco, sólo aminoran un poco. Nos quejamos si el tipo que conduce no para de rajar o si ha sintonizado un partido de fútbol en la radio. Pero también nos quejamos si el hombre no la pía, si apenas abre la boca salvo para saludar cuando el viajero llega y cuando el viajero se va y para decir cuánto cuesta la carrera. En esas ocasiones solemos comentar que el tío era muy seco, o que era un borde. Nos quejamos si va rápido, como en un rally urbano. Nos quejamos si va despacio, sospechando que lo hace para perder tiempo y ganar dinero. En fin, nos quejamos.
Deberíamos, sin embargo, poner las cosas en su contexto. ¿Cuál es el contexto? El contexto es que trabajar de noche en una ciudad grande y peligrosa como Madrid, llevando en el asiento de atrás desde borrachos hasta yonquis, no debe ser nada fácil. El contexto es que tropiezan con toda clase de pasajeros. Chavales beodos que regresan a casa o se dirigen a otra discoteca. Gente que vive en barrios peligrosos o de mala fama, o ambas. Tíos colgados. Prostitutas con sus clientes. Personal de mala catadura. El contexto es que, durante la noche y la madrugada, recorren una ciudad con un alto índice de criminalidad, con un excedente de hechos violentos, con mucho conductor mamao al volante, con demasiados tipos que van a toda pastilla, arriesgando su vida y la del prójimo. Significa esto que el contexto, las circunstancias y la experiencia tras el volante hacen a cada taxista como es. Un tipo desconfiado acabará siendo el más receloso tras trabajar unos cuantos turnos de noche. Es posible que un hombre callado lo sea aún más después de soportar varias charlas de pasajeros habladores. Cada taxista se crea su coraza. Se protege: no te lleva a barrios con mala estrella porque ya le han atracado por ahí; corre como una bala porque probablemente le hayan acusado de ir despacio para incrementar el importe de la carrera; estudia de un vistazo a los pasajeros porque prefiere saber de qué pasta están hechos o qué pintas tienen, aunque no le servirá de mucho porque las apariencias engañan. Y luego están los que son poco considerados. Como aquel fulano al que, llegando yo a una ciudad que no conocía, al salir de la estación le dije que necesitaba ir al hotel de la calle X, y tras un viaje de medio minuto con rodeo incluido me depositó en la misma acera en la que cogí su taxi, pero algo más lejos, y me cobró un riñón, cuando me podía haber dicho: “Mira, esta es la calle y, a unos metros, está el hotel”. Pero hay que ganarse el jornal, eso lo entiendo.
Todo esto viene a cuento de la última tragedia de los taxistas en Madrid. En Hortaleza, el conductor fue apuñalado en su propio vehículo por alguien que se dio a la fuga. Lo apuñaló en el cuello y en la cara. Condujo para pedir ayuda, pero la Muerte fue más veloz que él. Los taxistas protestaron, se pusieron en huelga, pidieron más vigilancia policial y más subvenciones para poder poner esa mampara que, al parecer, cuesta en torno a los mil euros. La única ventaja que tienen los taxistas, ese gremio desprotegido, es que saben unirse como una piña. Se ayudan y se solidarizan. Quizá ese sea el único camino para que se cumplan sus reivindicaciones.