A mediados de abril nos sacudió la noticia acerca de un estudiante chino que había matado a más de treinta personas y herido a quince en la Universidad Politécnica de Virginia. Tras la matanza, el tipo se suicidó. Como es habitual, entonces todos especulamos con las razones del oriental para tomar las pistolas y cepillarse a tanta gente. En algunos medios le echaban la culpa al cine, o al desarraigo propio de los adolescentes. Algunos culpábamos a la facilidad para conseguir armas en Estados Unidos. En cualquier caso, si no me equivoco, aquella tragedia obtuvo el récord en esto de los asesinatos colectivos de estudiantes norteamericanos.
Para ese mismo mes, abril, Anagrama anunciaba la traducción de una novela escrita por la autora Lionel Shriver, con la que había obtenido el Premio Orange: "Tenemos que hablar de Kevin". No vi el libro en abril, ni en mayo. Nadie dijo nada, pero sospecho que retrasaron la salida de la novela al mercado porque Shriver abordaba en sus páginas el mismo tema: la matanza perpetrada por un adolescente en su instituto. A principios de julio, David González me recomendó ese libro. Lo cual me hace suponer que lo distribuyeron a finales de junio. Aunque esperaba con impaciencia su aparición, no necesariamente pensaba comprarlo; haría como hago siempre, acercarme a una librería, abrir sus páginas al azar, leer el principio y algún fragmento aislado, analizar la contraportada, etcétera. La recomendación de David hizo que fuera a comprarlo sin miramientos. Lo devoré en unos días. Su lectura (además de la sabiduría narrativa de la autora, de su trabajada prosa, de sus referencias a la cultura pop, de las sorpresas que deparan los recovecos de su argumento, de su análisis psicológico, de la responsabilidad materna y de su crítica a ciertos valores americanos), su lectura, digo, abre nuevos caminos en cuanto a las excusas de esos chavales para entrar armados hasta los dientes en sus escuelas y cargarse a quienes se les pongan por delante. A veces, simplemente no hay excusas. O no existe una razón específica, sino una suma de circunstancias que empujan a un crío a cometer un asesinato masivo. Lo hacen porque sí.
Una de las numerosas sorpresas del libro de Shriver es su relación de casos similares. El personaje que cuenta los hechos, Eva, la madre del niño conflictivo y perverso, los enumera. Lo que sorprende en ese inventario es la cantidad de casos que existen. Pero nosotros no lo sabíamos. Shriver critica este hecho: que esas matanzas sólo salgan en los medios de todo el mundo y obtengan una amplia cobertura dependiendo del número de víctimas. Si ha habido pocas víctimas, o sólo unos cuantos heridos, el crimen apenas tiene repercusión. Aunque existen casos en otros países, probablemente Estados Unidos es el lugar donde son más frecuentes estas matanzas. El libro echa la culpa a las armas de fuego. Para ello recurre a Kevin Khatchadourian, el hijo de Eva, quien asesina a sus compañeros de clase con una ballesta. Cualquier chaval puede coger el cuchillo de la cocina y matar a sus padres. Las pistolas sólo facilitan el trámite. No falta en su libro el debate: nunca nos queda claro si Kevin es malo por naturaleza o si son la educación y la convivencia con su familia las que le conducen al asesinato. Pero Shriver sí ataca de frente a la fama y a la manía de querer salir en la televisión.