Escribo estas líneas en Ibiza, en el apartamento de un familiar. Llevo aquí desde el martes por la noche, cuando aterrizamos a bordo de un avión en el que la tripulación iba de muy buen humor, incluidos el sobrecargo y las azafatas. Tengo los hombros quemados y la piel llena de sal. Cuesta acostumbrarse al ritmo de la ciudad: salir por ahí durante horas, acostarse cerca del alba, dormir de día en habitaciones sin persianas, con las ventanas abiertas por las que se filtran el sol y el ruido, pero que deben mantenerse abiertas para no ahogarse de calor. Por la calle a la que da el balcón y el cuarto en el que duermo y escribo pasan, temprano, coches, motocicletas y camiones de la limpieza que causan un escándalo espantoso; enfrente hay un hotel colonizado por los guiris jóvenes, que aguantan horas y horas de juerga, dando voces, y desde aquí puede verse la piscina, rodeada de hamacas y sombrillas. Duermo lo justo para no caerme. Por fortuna, en el equipaje incluí mis tapones de espuma para los oídos. Así, aunque haya luz, no oigo el ruido. De vez en cuando uno tiene que abandonar ese ritmo frenético de discotecas y playas, irse a la cama pronto, dormir ocho horas y recuperar fuerzas para, a la mañana siguiente, ponerse ante el ordenador portátil y escribir otra tanda de artículos y enviarlos desde un cibercafé. Me alojo en San Antonio, un pueblo en cuyos hoteles, apartamentos y pisos alquilados pasan el verano los extranjeros: ingleses y alemanes, sobre todo. Les gusta emborracharse a muerte y armar broncas. La primera noche, en un puesto de perritos calientes, vi a una yanqui borracha comerse un revoltijo de patatas fritas, queso, col, lechuga, tomate, maíz, mayonesa y ketchup, y encima le echó vinagre.
La primera impresión que uno recibe al recorrer la ciudad, sus pueblos y sus playas, es que Ibiza se sostiene sobre dos pilares básicos: sexo y dinero. De ellos deriva el resto: alcohol, drogas, fiesta, la jet y los hippies, los comercios de ropa y colgantes, etcétera. Los trabajadores se rompen el lomo durante horas y horas, sostienen y levantan la ciudad y así los millonarios sólo tienen que llegar, elegir un sitio exótico y mandar que les construyan una casa, como la mansión de Elle MacPherson en Cala Conta, uno de los rincones más bellos y espirituales que he visitado. Una noche nos contó una chica bastante joven, llegada hace tiempo de Galicia, cómo distribuía su trabajo: por la tarde recorría los garitos repartiendo publicidad, invitaciones y flyers para las discotecas, y por la noche estaba de relaciones públicas a la puerta de un pub cercano al puerto. “Mañana trabajo dieciséis horas, y ya no puedo con el culo”, nos dijo. Ese curro de relaciones públicas consiste en enganchar clientela para que se siente en la terraza del garito en el que trabajan: ofrecen, por ejemplo, por X cantidad de dinero, la posibilidad de consumir dos copas por el precio de una y además invitan a un chupito; en otras terrazas, por la consumición regalan entradas o descuentos para las discotecas.
Entiende uno, en cuanto sale del avión y pone el pie en la isla, por qué atrae tanto turismo, tanto millonario, tanto famoso: aquí encuentras lo que quieras. Es un paraíso. Paisajes inolvidables y calas solitarias para quienes prefieren la tranquilidad; discotecas gigantes en las que pinchan los dj’s más famosos del mundo; garitos que cierran a las seis de la mañana pero abren dos horas después, a las ocho; infinitas posibilidades sexuales, desde garitos en donde se ofrecen intercambios de parejas hasta clubes donde las prostitutas de lujo cuestan un riñón; hay espacio para los pastilleros, los colgados, las estrellas, los borrachines, los hippies, los buscavidas. Aquí se ve de todo. Porque, en cuanto baja del avión, la gente se desinhibe.