Por entonces yo trabajaba de negro literario para un señor de mi tierra que se parecía físicamente a Mariano Rajoy. Al final rompimos la baraja y despojé mis aportaciones del proyecto. Pero, antes de eso, antes de disolver el acuerdo, sufrimos el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Ese día estaba en Zamora. Me llegó la noticia de su muerte cuando estaba inclinado ante las teclas de un ordenador ajeno, en un cuarto casi en penumbra, con las persianas medio bajadas para que no entrara la luz de aquel asfixiante verano, aún más asfixiante por la angustia que supuso el secuestro, el ultimátum y la pena de muerte de los etarras. Aquel remedo de Rajoy entró en la habitación para comunicarme el hallazgo en un bosque: un cuerpo aún con vida, con un tiro en la cabeza. Aún no lo habían identificado, pero todos sospechamos de quién se trataba. Dicen que, cuando nos sacuden las grandes tragedias, no logramos olvidar qué hacíamos en el momento en que tuvimos noticia de dichas tragedias. Yo estaba inclinado, como digo, ante las teclas, casi en penumbra. Detuve el trabajo unos minutos, para comentar el suceso y seguir las noticias, y luego volví al ordenador. Como a todo el mundo, me afectó bastante. Un plazo, una pena de muerte, horas de congoja, un secuestro, un bosque, terroristas, un tiro en la cabeza, las manos atadas, un cuerpo abandonado, perros que lo encuentran… Todos los ingredientes conformaron un caldo negro y amargo que, una vez más, nos tocó beber a la fuerza.
Unos años después acudí durante unos días a la vendimia en Fermoselle. Necesitaba dinero. Trabajé codo a codo junto a otros hombres, hombres mayores que yo, rudos y resistentes, campesinos y agricultores que sabían soportar el sol, la postura mientras se recogen uvas, el calor brutal, las largas horas con los riñones molidos, la sed y el esfuerzo físico. El paraíso, durante esos días, consistía en las pausas para desayunar y comer. Creo que nunca me supieron tan bien un trago de vino fresco, una tortilla de patata, unos pimientos fritos. En una de esas pausas supe del viejo dolor de uno de estos hombres junto a los que recogía uvas, mientras me daban una lección de entereza física, a pesar de su edad, y me miraban como si estuviera loco cuando les dije que lo mío era escribir. El viejo dolor: uno de aquellos hombres había tenido un hijo que fue guardia civil y los etarras lo asesinaron en el País Vasco. Hacía años de aquello. Aún recuerdo el daño, triste e irreparable, en los ojos de ese padre. Me impactó. Tener conocimiento de esa noticia antigua, estar junto a un hombre que había sufrido el zarpazo físico y emocional de los terroristas, también me supuso un caldo negro y amargo. Le habían robado un hijo. Como a tantos ciudadanos de este país.
Estas dos historias confluyen en una: todas las víctimas del terrorismo son iguales. O deberían serlo. Sé que la muerte de Blanco encarnó el llamado “espíritu de Ermua”, y su asesinato fue más duro porque conllevaba un plazo y unas horas de chantaje, y que el país salió a la calle y estos días se rememoran los diez años de la tragedia. Pero, para el caso, todas las víctimas de atentados terroristas son idénticas: las iguala la muerte, igual que iguala al pobre y al rico, al guapo y al feo, cuando quedan bajo tierra. Estos días he visto especiales sobre Blanco en las cadenas de televisión, en los periódicos, en la red. Y está el famoso autobús y el premio de la Fundación a alguien tan poco honorable como el señor Aznar. Y me pregunto: ¿Por qué no se homenajea y recuerda a las demás víctimas? Recordar sólo a uno significa olvidar a los otros. No caigamos en el error. Un error partidista, por cierto.