Pasear, sentarse en una terraza, ir al cine. Va uno quemando el verano como puede, hasta que comience el tiempo de la evasión y entonces sí, entonces viajaremos por ahí. Pasear, como siempre, por Huertas y el entorno de Sol. Tropezarse, a cada paso, con gente rara, tipos tan escalofriantemente extraños que parecen surgidos de una pesadilla, de un circo de variedades. Melenas foscas y horribles, miopías brutales, bigotes imposibles, indumentarias a las que sólo haríamos un hueco en la hoguera. Los transeúntes se detienen en las esquinas, asombrados. Uno mira hacia donde miran y ve que sólo se paran a mirar a las estatuas humanas: una chica vestida de novia, un hombre disfrazado de Don Quijote, cosas así. Cruzar a la otra acera y, al hacerlo, observar a un joven con maneras de Correcaminos, con tres policías tras él, pisándole los talones, a la manera de “Reservoir Dogs” cuando ya han atracado el banco y vemos a Steve Buscemi (Señor Rosa) quemar suelas por la calle. La escena se parece, pero nadie ha desenfundado la pistola ni hay tiros, lo cual agradecemos mucho. Ya sé que uno podría entorpecer la fuga del tipo, ponerle la zancadilla y ayudar a la policía. Pero uno no se quiere meter en líos y, además, ¿quién dice que el perseguido es culpable? Los fugitivos no siempre son culpables. Tendrán sus razones para huir.
Sentarse en una terraza a pasar las horas. Los camareros hindúes son eficaces en el trato: están atentos para ofrecerte una mesa, si falta una silla se encargan de sacársela de la manga para que todo el mundo pueda sentarse, y, aunque a veces no entienden un carajo, siempre sonríen, que es algo que alegra la tarde. Vayas donde vayas, mires donde mires, sólo ves gente comiendo: comiendo en las barras de los bares, en las terrazas, en los cines, en los parques, en las plazas. A menudo la calle es una procesión de personas moviendo el bigote. Da igual la hora: cinco de la tarde, siete, ocho, diez, doce o una. En España cada cual va a su ritmo, come cuando se le antoja.
Ir al cine, pero no acertar con la película. Ir a ver la última de Harry Potter y aburrirse como una soberana ostra: y sé que por esto aumentará el número de mis enemigos, pero antes dejen que me explique. Me gusta ir a ver las de Harry Potter por dos razones poderosas: de algún modo me hacen revivir la infancia, aunque mis héroes combatían en un escenario de cartón piedra; y salen los mejores actores británicos, porque por aquí han desfilado Ralph Fiennes, Richard Harris, Michael Gambon, Emma Thompson, Brendan Gleeson, Gary Oldman, Julie Christie, Kenneth Branagh, Jason Isaacs, Alan Rickman, Helena Bonham Carter, David Thewlis, Maggie Smith, Miranda Richardson, Fiona Shaw y John Hurt. Casi nada, oiga. El problema de Potter, y espero que mis primas pequeñas me perdonen, es similar al de la saga de James Bond: si el director es bueno, sales encantado del cine aunque el filme se te olvide diez minutos después; si el director es malo, te hace una patata que no salva el reparto ni los efectos especiales. Pensemos en la saga del mago. Las dos primeras las dirigió Chris Columbus, quizá el tío más pasteloso de la historia, especialista en merengue familiar, pero que estuvo a la altura: las dos son entretenidas. La tercera y la cuarta son de Alfonso Cuarón y Mike Newell, respectivamente: dos grandes directores que han logrado las mejores secuelas de la saga. La de Newell es fantástica. Pero en la última han dejado el timón en manos de David Yates, que viene de la tele y aporta dos horas y media de bostezos, poca acción y apenas aventura. Y, si se fijan bien, en esta entrega los niños ya se afeitan: en el cuello les despuntan los cañones de la barba.