Me acuerdo, que dirían Joe Brainard y Georges Perec, de ese tiempo en el que escuchaba discos de vinilo en la fonoteca de la Biblioteca Pública de mi ciudad, y acompañaba las audiciones con alguna novela o un cómic. Fue un tiempo sin duda feliz, aunque no tanto como tener dinero para comprarse el disco y escucharlo en casa. El recuerdo no me ha venido porque sí. Por alguna razón lo había olvidado. Pero, leyendo “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami, de la que se pueden extraer muchos razonamientos y conclusiones (aunque aún no he acabado la lectura de este libro), encontré un pasaje donde uno de los protagonistas cuenta que, en las bibliotecas, a veces se levantaba de la silla de la sala de lectura y escogía un disco y escuchaba sus cortes mientras leía. Hoy esa escena nos resulta imposible, como si proviniera de un pasado muy remoto. La gente se presta los discos, se los baja de internet, los escuchan on line en su ordenador, se los graban unos a otros, se los compran por cuatro chavos a un vendedor ambulante chino. Sin embargo, no hace tanto que ocurrió, no hace tanto que practiqué esa costumbre.
Aquello de lo que hablo poseía su encanto, no lo duden. Primero subía uno a la sala de préstamo y se agenciaba un par de cómics, porque tampoco teníamos dinero para comprar todos los tebeos. Cogía prestados dos ejemplares de “Lucky Luke”, o de “Astérix y Obélix”, o de “Las aventuras de Tintín”. Después bajaba a la primera planta, abría los cajones que contenían las fichas, ordenadas y con la signatura de cada disco. Elegía uno de esos discos que siempre había querido tener pero nunca se pudo comprar, anotaba en un papel los datos requeridos y le entregaba ese papel al encargado. En la cabina, aquel buscaba el disco, lo extraía de su funda y le mandaba a uno a cualquiera de los departamentos libres, pequeños cubículos individuales con un parecido excepcional a esos que se ven todavía en ciertas oficinas. A menudo todos los cubículos de la sala de la fonoteca estaban ocupados, y entonces uno debía aguantarse y esperar por allí, a que alguien abandonara la silla y le cediera el turno. En ocasiones iba con algún primo, o con un par de amigos. Quedábamos para luego, sin una hora fija, dependiendo de la duración de cada vinilo.
Se sentaba uno en el pequeño departamento, abría el cómic, se colocaba los cascos y, durante un segundo, para saborear los primeros acordes de la música, cerraba los ojos. La aguja en el surco, con su estruendo de fritura, poseía algo embriagador. Suponía una especie de aviso, un anuncio de lo que iba a llegar, como un prólogo antes de un libro, un trailer previo a una película, una caricia antes de un beso. Un prolegómeno que ya no escuchamos y que, en cierto modo, uno echa de menos. En la última película de Tarantino, en la que constantemente se oyen los discos pinchados en una vieja gramola, una chica dice que un tío le ha regalado una cinta grabada, y una amiga dice: “En vez de tostar un cd, ¿te grabó una cinta? ¡Qué romántico!” Es romántico porque es antiguo, un signo del pasado. Por lo general uno se terminaba el cómic más o menos al mismo tiempo que el disco. A veces había que esperar a que el encargado le diera la vuelta, y la aguja martirizaba la zona lisa que rodea a la etiqueta. Sonaba a eco en una casa vacía. Allí dentro, con los cascos puestos, The Beatles tocando en sus oídos, inmerso en los dibujos y en la música, uno habitaba un mundo propio, reservado para él. Era tu espacio individual, la casa en la que refugiarse. No sé si aún se estila esta práctica. Ya no será lo mismo. No hay aguja.