domingo, julio 15, 2007

El verano madrileño

Cuando vine a vivir a Madrid estaba ansioso por conocer esos veranos en los que media población huía para refugiarse en la costa, o en casas rurales al abrigo de las montañas, o en cualquier otro lugar con menos asfalto o más posibilidades de bañarse. Sentía especial curiosidad por agosto, ese mes que suele provocar deserciones masivas y largas caravanas por carretera. Imaginaba que una ciudad tan grande con tan poca gente por las calles sería un lujo. Pero me equivocaba. Madrid en verano es un engorro, salvo si te dedicas a pasar las tardes en las piscinas comunitarias de algunos amigos, lo cual supone ir hasta allí en metro e invertir más de una hora entre la ida y la vuelta. Esto sólo compensa si se hace de vez en cuando. Una vez a la semana, o así. Me niego a buscar alguna piscina que quede a mano porque, de un tiempo a esta parte, aborrezco esas piscinas municipales en las que no se puede nadar, uno tiene a los vecinos de toalla metiéndole el pie en la boca y por la radio suenan los éxitos pachangueros del verano. Quien diga que odia la piscina miente: lo que odiamos algunos son las piscinas llenas de gente. Una piscina vacía, solitaria, particular, es otro asunto.
Madrid, ahora, es un agobio. Si vas buscando una terraza resulta complicado encontrar mesa libre. Si tienes la suerte de encontrarla, igual te sirven un tinto de verano completamente aguado, un brebaje que uno, al probarlo, imagina hecho de hielo, agua del grifo, mucho refresco de limón y unas gotas de vino barato. Un líquido con el que podría haberse lavado los pies el dueño, antes de servirlo en los vasos. O puedes pillar una mesa y que te sirvan un tinto de verano bien mezclado, pero no te pongan unas miserables aceitunas o unas palomitas en un cuenco o un platillo de salazones para acompañar. A mí me pasa a menudo: compruebo cómo la gente que está en otras mesas o acodada junto a mí en la barra recibe el condumio gratuito que, en esta ciudad, acompaña a la bebida, y a mí sólo me dejan el aire, que no alimenta. Cerca de casa hay un bar que no está mal. Cuando lo abrieron, hace poco, el garito solía estar vacío y, al pasar por delante de la fachada, el dueño en persona, clavado a la acera, insistía para invitarme a una caña dentro del local. Siempre iba de camino al cine, hasta que una tarde acepté la invitación. Por cada caña te regalaba otra. Y un cuenco para el picoteo. Esa actitud ha ido cambiando, a medida que el bar cobraba fama y empezaba a llenarse y no quedaba un hueco en la terraza. La última vez que fui había camareros al servicio del dueño. No acompañaban la cerveza de una sonrisa ni tampoco de un triste plato de pepinillos. No regalaban nada y casi debías pedir perdón por las molestias. El éxito conlleva esas servidumbres: cuando el otro es pobre, te trata como a un rey; cuando el otro tiene clientela, te trata como a un mendigo.
Aparte de las terrazas quedan los paseos, pero en verano son un incordio. Aunque los madrileños se piren, abunda el turismo. Todo huele a sudor, un sudor espeso y mortífero que incita al mareo. Ya no sólo huele a sudor en el metro, sino también en la calle, en los bares, en las terrazas, en la cola del cine, doquiera que vayas. No es sólo una cuestión de higiene: aunque te duches varias veces al día en este verano madrileño, vuelves a sudar en cuanto pones los pies en las aceras. La otra alternativa es el aire acondicionado de los garitos, y en la mayoría le dan tanta caña que uno cae en el resfriado de verano. Así que, de momento, en este mes, lo que uno hace es pasar el tiempo, deseando que llegue agosto para poder irse por ahí, a la playa, a otra ciudad, y, desde luego, a Sanabria, a leer a la sombra y olfatear el aire puro.