Leí en el periódico la historia de Óscar, un gato que vive en una residencia de ancianos de Rhode Island, en Estados Unidos. En el centro lo adoptaron cuando era sólo un cachorro. Dicen que ahora los médicos buscan una explicación a sus predicciones. Dicen que, cuando los ancianos entran en el túnel de la agonía, el gato aparece en la habitación del moribundo y se acomoda a su lado, haciéndole compañía hasta que muere. Suele introducirse en el cuarto un par de horas antes. Dado que la mayoría de los ancianos enfermos de la residencia padece demencia senil, el felino Óscar sirve no sólo para acompañarlos en los últimos momentos de su vida, sino para alertar a los doctores y familiares, y así éstos pueden darles el último adiós. El gato se ha ganado incluso una placa que reza: “Por sus cuidados compasivos, esta placa está dedicada a Óscar, el gato”. Cuando la mascota entra en un cuarto y se echa junto a un enfermo, el personal de enfermería sabe que ha llegado la hora y avisa a la familia, para que se apresure y lo acompañe antes de expirar. En esta situación sólo puede darse, quizá, un inconveniente: que el propio enfermo conozca la historia y, cuando vea aparecer al gato, se le pongan los pelos de punta porque ya sabrá que le queda apenas un telediario. Pero, según se desprende de lo que he leído en el periódico, los enfermos han alcanzado ya una situación en la que ni siquiera se dan cuenta de lo que sucede.
Suman veinticinco los enfermos terminales a los que el gato ha ido a hacer compañía. Algunas personas creen que el felino tiene poderes paranormales, mientras los doctores buscan “una explicación química”. He visto fotografías de la mascota en cuestión y debo decir que es un gato muy guapo, de pelaje gris y blanco, y rayas en la zona grisácea, y se parece bastante al mío, el gato que recogimos una madrugada de juerga frente a los bares de La Marina, en Zamora, y con el que llegamos a casa al amanecer.
A mí no me parece ni lo uno ni lo otro: es decir, creo que no se trata de una explicación química ni de un adivino. Simplemente, es el sexto sentido que poseen los animales, en especial los gatos y los perros, para notar la proximidad de la muerte, el acercamiento de un visitante, la presencia de un fantasma, el ambiente enrarecido que termina en tormenta antes de que podamos predecirlo mirando al cielo, la tristeza de sus amos. Quien tenga o haya convivido con gatos y perros sabrá de lo que hablo. He visto mascotas que, cuando había fallecido algún familiar y volvíamos molidos a casa tras el funeral, se acercaban a nosotros, a pasarnos el lomo por los brazos o a lamer las lágrimas de quienes lloraban. He visto gatos que se erizan o se alborotan de felicidad (dependiendo de quién esté a punto de aparecer) unos cuantos minutos antes de que entre en el edificio una visita o se acerque uno de los inquilinos de la casa. Hace años mantuve amistad con un tipo. Yo iba a visitarlo a menudo para charlar de cine y literatura, generalmente los domingos. Su perra me recibía siempre con afecto y se echaba boca arriba para que la premiara con unas caricias. El día en que rompimos nuestra amistad, cuando entré en su casa la perra no dejó de ladrarme. Ya sabía lo que iba a pasar, mucho antes que nosotros. Me ladró como si ya no fuera bienvenido, como si advirtiera que entraba con algo de mal rollo. Muchos de los gatos que he tenido me sobrecogen cuando, de repente y estando solos en casa, se ponen tiesos en el sofá, frente a una pared en la que no hay nada. Y miran, huelen, se incomodan. Sienten “algo”. Es un don del que nosotros carecemos.