Debo confesarlo: tengo un pasado de ladrón adolescente. Robaba en un supermercado. A veces lo hacía por falta de dinero. Pero luego lo hice por placer. El placer de robar. La adrenalina fluyendo, inundándome, dejándome el corazón al borde del infarto. Robaba junto a mis amigos: novelas, cintas de VHS, cintas de casete, bolígrafos, botes de espuma para el pelo y de nata montada, tabletas de chocolate. Un vicio. Una especie de lucha contra las grandes superficies. Nunca robamos en una librería pequeña, ni en un colmado de barrio, ni en ninguna empresa que perteneciese a la gente pobre y humilde. Éramos como Robin Hood, pero no le dábamos el botín a los desheredados. Lo repartíamos entre nosotros.