Mi amiga Ana Pérez Cañamares, escritora y poeta que compone admirables versos inéditos que espero vean pronto la luz (o no tan inéditos: algunos de ellos se pueden leer en su blog), se preguntaba un día en su bitácora, y lanzaba la pregunta a sus lectores: “¿Cómo decidís cuál es el siguiente libro que vais a leer, una vez terminado el que tenéis entre manos?” La cuestión no es baladí, al menos para quienes somos lectores diarios y compulsivos. Puede que sea una tontería para quienes jamás abren un libro y no tienen que preocuparse de esas cuestiones, pero allá ellos. El caso es que le he dado muchas vueltas a la pregunta. Pero no sabía cómo responderla porque los caminos para elegir la próxima lectura son, para mí, casi inescrutables. No siempre obedecen a un patrón, y precisamente por eso mismo cada vez me cuesta más elegir el siguiente libro que voy a leer. Nadie rige mis lecturas: en la bitácora de El Lector Sin Prisas, que pertenece al grupo editorial de este periódico, tenemos libertad para escoger los libros que reseñamos, lo cual nos aleja felizmente de las imposiciones y servidumbres de los suplementos culturales y de las críticas remuneradas.
Pongamos de ejemplo un viaje. Un viaje tan simple como irme a Zamora a pasar el fin de semana. Tardo más en escoger las lecturas que en hacer las maletas. Porque los interrogantes se acumulan: ¿Llevo sólo una novela, para no cargar demasiado? ¿Y si la termino y me quedo sin lectura el sábado por la tarde, cuando las librerías ya están cerradas y no puedo surtirme de nuevos títulos? ¿Debería acompañar esa novela de un cómic, lectura más apropiada o liviana para la resaca habitual del domingo en mi ciudad? Pero, supongamos que incluyo en el equipaje ese cómic y esa novela, y que, como soy lector caprichoso, al entrar en casa sólo me apetece leer un cuento, o un ensayo. Al final, la maleta se llena de libros, en previsión de lo que pueda pasar: novela, cuento, cómic, poesía. He comprobado que, por lo general, durante esos fines de semana en mi tierra me devoro casi todo el racimo de lecturas con las que me aprovisiono. Leo al llegar, el viernes por la noche. Y el sábado, al levantarme. Y luego, tras la sobremesa. Y otro rato antes de salir. Y en ese plan. La última vez que subí a un avión sabía que en mi destino de apenas dos días no iba a leer una línea. Pero era importante asegurar la lectura del viaje de ida y vuelta en avión, porque es lo único que me distrae del vértigo y del pánico a volar, que me acarrea sudores fríos en el despegue y la escritura mental de mi testamento. Una novela muy profunda no ayudaría a la distracción. Algo muy ligero, tampoco. Un compendio de cuentos, menos, pues cabe la posibilidad de tener que interrumpir la lectura de un relato al aterrizar y no retomarla hasta el trayecto de regreso. Al final opté por la solución más óptima: novela negra. Fácil de digerir, más profunda de lo que creen, entretenida y plagada de sorpresas.
A veces opto por leer el último libro comprado. Pero entonces me compro otro, y otro, y el que tenía pensado leer el lunes pasado lo empiezo un mes después. Un día iba a leer “White City”, de Tim Lott. Un poco antes encontré, muy barato, “Twelve”, de Nick McDonell. Así que McDonell venció a Lott. Pero no me gustó mucho. Quise volver a Lott, pero reeditaron “Historias de Londres”, de Enric González, y me decidí por éste. González me llevó a comprar uno de Thomas De Quincey, pero luché y conseguí leer primero a Lott. Sin embargo, ahora que pensaba leer a Flann O’Brien y a Adam Thirlwell, me llegan noticias de un escritor polaco muy interesante: Adam Zagajewski. Y recibo un pedido de libros. Y vuelvo al dilema.