Me encuentro inmerso en la lectura de un ensayo histórico sobre los esfuerzos y calamidades que acarreó la preparación de la Enciclopedia Francesa. Lo ha publicado Anagrama, acorde con su buen gusto editorial y sus criterios. Su autor es Philipp Blom, y se titula “Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales”. No me gusta la novela histórica, y por eso mismo me gusta este volumen. Lo que nos cuentan es verdad, y no necesita de los afeites propios de la ficción. Uno se lo devora como si fuera una novela. Es mejor que una novela. Cada capítulo va precedido de una entrada de aquella Enciclopedia en la que tantos años y energías invirtieron sus protagonistas: el escritor y filósofo Denis Diderot, el matemático Jean D’Alembert, además de dos grandes pensadores como fueron Voltaire y Jean-Jacques Rousseau, entre otros. “La verdadera historia de la Encyclopédie comenzó con una pelea a puñetazos”, nos cuenta Blom. Y recrea el París del siglo XVIII, con sus cargamentos de madera apilados a las orillas del Sena, las prisiones en las que cada recluso recibía dos velas diarias, las calles atestadas de barro, basuras, excrementos y animales muertos. A sus autores les costó veinticinco años sacar adelante la dichosa Enciclopedia. Las entradas y los artículos que iban preparando eran contrarios a los poderes del Estado y la Iglesia, lo cual les supuso amenazas, detenciones, censuras e incluso temporadas en la cárcel. Fue la gran aventura intelectual de aquella época, el esfuerzo titánico de unos escritores convertidos en héroes. Contra viento y marea, casi dejándose la piel en el camino, dieron a luz a un proyecto jalonado de riesgos.
En “Infamous” (“Historia de un crimen”), otra versión cinematográfica sobre las investigaciones de Truman Capote para escribir “A sangre fría”, el personaje de Lee Harper, la autora de “Matar a un ruiseñor”, dice algo así: cada vez que uno escribe, muere un poco. Tomando esta referencia, me imagino a Diderot y a D’Alembert exhaustos tras escribir miles de artículos en veinticinco años. Apenas llevo leídas cien páginas del ensayo de Blom, pero Diderot ya me parece un hombre ejemplar. Por desgracia he olvidado casi todo lo que me ensañaron en las clases de filosofía, que fue una de mis asignaturas favoritas en el bachillerato. Por eso los actos y las enseñanzas y los pensamientos y las vicisitudes de Diderot y Rousseau se me antojan nuevos en este momento. Me ha emocionado un pasaje en el que Blom nos cuenta que, en los primeros días de su encarcelamiento por escritura subversiva, Diderot utilizó un palillo como pluma, y fabricó una tinta compuesta de vino y hollín. Con esa mezcla, dado que le fue prohibido el recado de escribir en su celda, redactó la “Apología de Sócrates” en los márgenes de un libro con el que le habían permitido acompañarse. Lo cual me recuerda a uno de los filmes a los que, de vez en cuando, necesito volver: “Quills”, donde nos presentan a un Marqués de Sade encerrado en el manicomio de Charenton, capaz de escribir con vino, con sangre y hasta con sus propias heces. Blom nos dice que Diderot sólo llevaba peluca en los casos obligatorios, que jamás subía a un carruaje y que su cometido principal era ganarse la vida mediante la escritura. Era un bohemio de los de entonces. Un hombre en lucha contra el conservadurismo.
Una lectura, pues, apasionante. Me han dado ganas de comprar “Jacques el fatalista”, la novela de Diderot, en parte inspirada por el célebre “Tristram Shandy” de Laurence Sterne, que también leeré algún día. Es un placer aventurarse en los esfuerzos de aquellos amanuenses. Tomen nota de este libro, “Encyclopédie”.