En la ciudad en la que vivo existe un afán inexplicable por romper objetos. La otra tarde iba a entrar en el portal de casa y, junto a la puerta, tumbada en la acera, encontré una señal de tráfico. Alguien la había arrancado de cuajo por la base y luego la había tendido encima de la acera. Ya les conté que una vez escuché gritos y golpes y me asomé a la calle y vi a un negro que, enfadado con sus amigos, se dedicaba a destrozar a patadas los retrovisores de los coches aparcados en mi calle. Sospechamos que este grupo de negros apostados en la esquina, aunque son de natural pacífico, parece como si algunas noches tomaran peyote y se dedicaran a los cánticos tribales. Es igual que en las películas en las que vemos a los chamanes sufriendo una especie de telele visionario. Lo malo es que estas sesiones y cánticos duran varias horas, a veces hasta la una o las dos de la madrugada, y se agota la paciencia de cualquier ser humano con las facultades mentales en buen estado. En el supermercado más próximo tienen cestas que se pueden manejar de dos maneras: cogiéndolas por el asa y sujetando a pulso el peso de la compra; o tomando el asa estirable de plástico, que convierte la cesta en un carro de la compra con ruedas, lo cual facilita la carga que uno soporta mientras hace acopio de productos en sus recorridos por los pasillos del supermercado. Pero es difícil servirse de esta última opción porque la mayoría de las asas estirables de las cestas están rotas por la mitad o arrancadas de cuajo. Las cosas no se rompen solas, y puesto que no se rompen solas suponemos que la gente es o muy animal o muy descuidada.
Cuando charlo con otros amigos que viven en Madrid, siempre les digo que las estaciones de metro en las que entro hay un montón de averías y retrasos, y ellos insisten en que debe ser asunto de mala suerte. Pero acabo de leer en un periódico que las máquinas expendedoras de billetes y los tornos del metro se rompen (“las rompen”, aclararía yo) unas seis mil veces al mes. Y he aquí que una incógnita se me desvela: según cuenta el periódico, un alto porcentaje de las quejas por esas roturas y averías en las instalaciones proviene de los usuarios de la línea entre Moncloa y Villaverde Alto, o sea, la línea amarilla, que es la que suelo coger en algunos de mis desplazamientos. Una línea céntrica, que utiliza mucha gente para ir y venir de Sol. Si uno lee la noticia completa averigua que los trabajadores de estas estaciones afirman que se trata de un problema de mantenimiento, que no realizan las suficientes revisiones. A veces a uno se le fatiga el ánimo de este modo: entra en la estación y no tiene billete, y tampoco hay taquillas para venderlos, porque sale más económico poner máquinas y prescindir de los trabajadores. Casi todos esos expendedores suelen tener pegado un papel en el que dice que no funcionan, y a menudo las mismas letras digitales de la máquina en cuestión lo aclaran: “Fuera de servicio”, pone. De todos los accesos al interior siempre hay varios en los que han puesto una cinta que impide el paso porque está averiada la ranura para meter el billete y que te lo piquen. En algunas estaciones ya no hay tornos, sino puertas, y es frecuente encontrárselas rotas, recompuestas con esparadrapo o, simplemente, con un aviso de rotura. Y uno pierde tiempo.
El mayor problema de esto es que se producen retrasos: si en una estación tienen cuatro tornos y funciona uno, como a veces he visto, se harán cargo de las colas que se forman en la hora punta. No creo que el problema esté en el mantenimiento. Creo que está en la brutalidad de los ciudadanos, muy hábiles en romper cosas y en destrozarlo todo. En la irresponsabilidad social. En la falta de educación.