miércoles, junio 13, 2007

Gilliam apasiona y defrauda

Fui al cine a ver “Tideland”, la última y polémica obra de ese visionario genial y locoide llamado Terry Gilliam (el procesador de textos Word se obstina en robarle su identidad y me lo cambia, cada vez que lo escribo, por “Ferry William”. Cosas de Word y Windows). La han estrenado con dos años de retraso. Al igual que esa megapaja llamada “Inland Empire” o, lo que es lo mismo, tres horas de bostezo, esta película de Gilliam ha suscitado odios y adhesiones por igual. Unos la aman y otros la aborrecen. A mí me entusiasma este director, que reúne un humor y una imaginación que le ayudan a soportar esa cruz llamada Hollywood, culpable del retraso en sus proyectos y en las fechas de estreno. Hollywood quiere marcar un camino, pero Gilliam siempre termina largándose por donde menos lo esperan. Me gustan sus películas, y esta me interesaba mucho por la polémica que ha originado.
Gilliam es uno de los pocos artistas rebeldes que le quedan al cine. “Tideland”, su particular visión de las fantasías de un niño (en este caso, de una niña) para afrontar la muerte y un destino solitario en una casa cuyas paredes se desmigajan por entre los colchones y el suelo, arranca con fuerza. Unos padres drogadictos, gordos y bastante sucios, a los que interpretan Jeff Bridges y Jennifer Tilly, una hija que les prepara las agujas para que se pinchen, la muerte de la madre y la huida increíble del padre y la niña hacia una casa en el campo, marcan los primeros minutos de la cinta. En la casa, que perteneció a la abuela de la niña, no tarda en morir el padre. A partir de entonces la película da un giro y se convierte en un paseo mágico por los sueños infantiles, un desafío a la muerte en el que las ardillas hablan, las cabezas rotas de las muñecas aconsejan qué decisiones tomar y realidad y ficción comienzan a mezclarse hasta llegar a un punto en que el espectador no sabe qué es lo que sucede en la mente de la muchacha y qué sucede a su alrededor, sin el disfraz de la imaginación. Es un cuento grotesco en el que no faltan una bruja tuerta, cadáveres momificados, deficientes mentales y paranoias varias. Gilliam es un mago mostrándonos imágenes oníricas y situaciones imposibles, extraídas del subconsciente. Pero “Tideland” tiene un problema mayúsculo, y es que, a mitad de metraje, se deshincha como un globo al que le desatáramos el nudo. Planteadas las situaciones, mostrados los personajes y el carisma de la niña, el filme se convierte en una sucesión de secuencias sin apenas argumento. Le falta guión y es ahí, a partir de su segunda mitad y en mi humilde opinión, cuando todo se viene abajo, cuando a uno ya no le interesa demasiado lo que hacen los protagonistas y empieza la ronda de bostezos. No pretendo aplicarle lógica a la película (aunque sí la tiene), sino apuntar que a veces no bastan las imágenes y lo mucho que sepa mover un director la cámara, porque el guión es el alma de un largometraje. Buena propuesta la de Gilliam pero, insisto, en su segunda mitad decepciona, a pesar de contener imágenes apasionantes. “Tideland” apasiona y, a la vez, defrauda.
Este director está en lucha constante con el sistema. Los estudios saben que su visión es única, pero tratan de domarlo. No siempre lo consiguen. Su anterior obra, “El secreto de los Hermanos Grimm” no estaba mal, pero también decepcionaba un poco. Prefiero “Miedo y asco en Las Vegas”, “12 monos”, “El Rey Pescador” o “Brazil”. En veinte años sólo ha podido rodar seis filmes. Pero sus esfuerzos y sus frustraciones se compensan cuando vemos maravillas como “Lost in La Mancha”, el documental sobre el rodaje frustrado de su proyecto sobre Don Quijote.