jueves, abril 05, 2007

La condición humana

En los últimos años he visto sólo unas cuantas procesiones. Con el tiempo, además, uno ya no quiere esperar una hora en la calle: prefiero salir a encontrar el desfile, como suele decirse, y verlo allá donde pueda o donde halle un hueco para asomar la cabeza. Y casi nunca en primera fila: el derecho a la primera fila requiere al menos una hora de espera, salvo si eres un niño o un anciano y te dejan pasar.
Durante años (principalmente en la adolescencia, que quizá sea la época en la que uno no sólo presencia todas las procesiones, sino que las ve varias veces), sin embargo, me pasé horas y horas en primera fila, degustando el ambiente y oyendo cuanto sucedía alrededor. Alguien me dijo hace poco, en un correo electrónico, que pasan muchas cosas en las apretadas filas de espectadores; y, no obstante, nunca hablamos de ello, o yo no tengo constancia de haber leído algo al respecto, lo cual no significa que alguien no haya tocado el tema. Cualquiera sabe que, al estar metido entre tanta gente que espera a que llegue la procesión, puede suceder casi cualquier cosa. Uno ha visto de todo. Desde dos adultos, que nunca antes se habían visto las caras, discutiendo por el sitio de la primera fila o porque uno de ellos apareció en el último minuto y quiso plantarse delante de quienes llevaban sesenta minutos en pie, hasta un adolescente flirteando con unas chicas y enamoriscándose para el resto de la semana. Un anciano pegándole un puñetazo débil a un muchacho que no guardaba silencio durante el desfile. O una pareja mirándose con dulzura porque acaban de inaugurar su romance y quieren compartir juntos esos momentos. Uno ha visto a gente llorando cuando circulaba por delante el paso de la Virgen de la Soledad, y a tipos cantando una saeta porque posiblemente eran de fuera y no sabían que aquí lo que se premia y nos gusta es el silencio, y que recibieron algún abucheo de añadidura. Y ha visto a extranjeros que alucinaban al oír y observar todo el tinglado: la devoción, las túnicas, los hachones, los cánticos, el incienso, la mesa transportada a hombros. Ha oído, también, a parejas discutiendo en voz baja, y cómo se dejaron de hablar hasta que finalizó el desfile. Ha visto lágrimas y escuchado risas, y soportado al gracioso de turno que soltaba chistes para impresionar a las muchachas. Y bebés en brazos de sus madres que abrían mucho los ojos al descubrir a los encapuchados. Y, por supuesto, a niños haciendo pucheros cuando se les acercaba un cofrade de negro a saludarles, aunque fuera su propio padre, pero para ellos sólo había un matiz siniestro en el rostro emboscado y en los ojos asomándose por las aberturas del caperuz. Ha visto a señoras rezando mediante murmullos, y a individuos que recuperaban su fe, a hombres divorciados que aguardan en solitario, aún perjudicados por la ausencia de su antigua pareja al lado, con quien hasta el año pasado habían visto esa misma procesión que les gustaba a ambos. Ha visto a sacerdotes y a ateos, a monjas y a familias enteras que ocupan media calle.
Observar y oír esas y otras escenas es fascinante, porque constituye una de las maneras de averiguar cómo se comporta la gente, cómo es el ser humano. Una o dos horas de espera en la calle, con los espectadores comiendo pipas y contándose la vida, haciendo lo que pueden para entretener esos minutos, tiene mucha miga. Aunque uno puede terminar harto al comprobar cuánto discuten los adultos, igual que si estuvieran en la cola de la pescadería. Allí, entre las filas compactas de hombres, mujeres, niños y bebés, se desvela la condición humana.