La matanza de la Universidad de Virginia huele a tragedia repetida, a algo desgraciadamente ya visto, a un regreso a los mismos errores, a un tropiezo que, de momento y mientras se desarrollan las investigaciones, contiene los mismos patrones que en otros célebres tiroteos en escuelas y universidades de Estados Unidos: un estudiante armado (a veces son dos, como en Columbine), la facilidad para conseguir revólveres y rifles en aquel país, la patética actuación de los responsables del centro, que acaso hubieran podido resolver el asunto de haber hecho algo entre el primer y el segundo tiroteo. Y, me figuro, se repetirá el perfil psicológico del asesino, un estudiante asiático que pertenecía al campus y que se voló la cabeza después de llevarse por delante a treinta y dos personas y herir a otras quince: no me sorprendería que fuese un muchacho con problemas familiares, mal relacionado con los compañeros y con la moral por los suelos, harto del mundo y furioso con los demás.
Después de este día negro seguramente volverá a ocurrir lo mismo que antes: se incrementarán las medidas de seguridad en las escuelas y en las universidades norteamericanas, creando una especie de psicosis colectiva y una restricción de los derechos (recordemos esos casos en los que expulsan a un estudiante por llevar una camiseta relacionada con la violencia, o detienen a un chaval porque jugó a pistoleros con un revólver de goma). Como vimos en el documental “Bowling for Columbine”, el miedo se apoderará de nuevo de los centros educativos. Nadie confiará en nadie. Todos se mirarán de reojo, creyendo encontrar un sospechoso en el pupitre de al lado, y Norteamérica hará otro análisis de conciencia y se preguntará cómo y por qué ha podido pasar esto. Luego, en unos meses, el asunto será olvidado (no me refiero a los alumnos y profesores de la Universidad de Virginia, ni a sus familiares, sino a los medios, a los políticos, a la sociedad). Hasta que ocurra otra tragedia del mismo pelo en la escuela de otra ciudad pequeña y tranquila donde nadie se esperaba que pudiera suceder una cosa así. Y volveremos a lo de siempre: que en USA es más fácil hacerse con una pistola, con una escopeta, con una metralleta, que comprarse una botella de whisky o ver un pubis en una película. Me parece que, por muchas normas y controles que pongan en la entrada de los centros, el asunto jamás se resolverá si un chaval de veinte años puede llegar a casa con un macuto repleto de artillería, después introducirlo en su taquilla de la universidad, cepillarse al personal y luego meterse un tiro en la cara. La Segunda Enmienda lo permite. Pero no falla sólo eso: falla el sistema educativo del país. Y la comprensión del adolescente, o eso se desprende de las noticias, los documentales, las películas y los libros que conocemos al respecto.
Hace casi dos años, por cierto, recomendé la lectura de una novela del escritor Jim Shepard, titulada “Proyecto X”, e inspirada levemente en sucesos y matanzas como la de Columbine. Shepard construye la historia de dos estudiantes fracasados que no se llevan bien con nadie, y que poco a poco, y desde la perspectiva de uno de ellos (narrador del libro), van consolidando una gruta metafórica en la que sólo caben ambos y aún queda espacio para una idea horrible: coger armas y prepararla parda en la escuela. Es una gran novela que debería servir para conocer un poco mejor el mundo aislado de muchos adolescentes, sumidos en una sociedad que devora a sus criaturas y está repleta de contradicciones. Donde el único valor universitario al que aspirar consiste en el triunfo, en el rechazo al fracaso.