El ambiente callejero, en ocasiones angustioso por el exceso de personal en las aceras y en los establecimientos. Un café dominical en una magnífica casa del barrio del Espíritu Santo, donde viven varias familias a las que conozco; desde la buhardilla se veía la cúpula de La Catedral. Una merienda en Madridanos, una merienda rural con amigos urbanos y olores a brasa y a humo, con sabrosísimos productos de la tierra. La Cofradía de Jesús del Vía Crucis vista desde una ventana, en un sitio céntrico, en una de las pocas ocasiones en las que no he contemplado un desfile en la calle. Las palabras del poeta Jesús Losada en la Plaza de Claudio Moyano durante el Acto de las Siete Palabras, que escuché en un banco de la Plaza de Viriato: apenas había un alma en esta última zona y una luna como un tesoro se asomaba allá en el cielo, en una noche templada y llena de magia. Unos días después, de nuevo en Viriato, al pie de su estatua, mientras pasaba por delante la Cofradía de la Vera Cruz.
La noche en la que conocí a Oscar Pedraza, zamorano y director del cortometraje “Fascículos”, y deambulamos con amigos comunes por los garitos. Mis diálogos con los libreros Miguel Núñez y Luis González. La noche en la que conocí a la gente del Parklife y disfruté de la música que allí pinchan: Muse, The Beatles y otras maravillas. Los pubs y bares donde nos han tratado de lujo en todo momento y donde siempre hubo sonrisas y buenas vibraciones: aparte del mencionado Parklife, el Avalon, El Chorizo, La Bodeguilla, el Tagore, La Cueva del Jazz, El Moly, el Semura, el Señor Baco, El Mesón de Balborraz, el Bambú, el Cordón, el Kalima, el recién inaugurado San Andrés y, por supuesto, el Popanrol. Y algunos otros que es probable que se me olviden de manera inconsciente, a pesar de retorcer ahora la memoria para que no me la juegue. No obstante, me fascinan los bares de Zamora. Los encuentros con músicos: de Miescondite, de Los Sinsong, de La Sonrisa de Julia, de Blue Perro, de Protozoo, de Candela. Las puertas de cristal de las tiendas del centro, repletas de carteles de una joven promesa de las letras zamoranas, Enrique Cortés, quien presenta su primer libro a mediados de mes. El escaparate del Redondel, con una procesión de plastilina elaborada por los niños. El aroma de las sopas de ajo al alba. Mi gato, comiendo pan en la sobremesa. El sabor de un vino casero, también hecho en la tierra. La alegría de constatar, día tras día, lo mucho que vale la gente relacionada con el arte que nació o se crió en mi ciudad y a quienes tengo la suerte de conocer: músicos, escritores, poetas, vocalistas, pintores, cineastas, diseñadores… Y los encuentros con mis lectores y sus palabras amables, que me embargan de gratitud y me alientan.
Mi familia. Mis amigos. Los nuevos, los viejos. Los hombres y mujeres a los que hacía meses que no veía. El local donde nos reunimos en la noche del Jueves al Viernes. Un Sábado Santo agotador que comenzó en un restaurante de Tardobispo, en una brava y deliciosa comida, y terminó a las tantas de la madrugada. Las tapas. Las raciones. La noticia del nacimiento del hijo de una prima. Las aceitadas pequeñas. Las conversaciones sobre desfiles y tradición. El duelo interpretativo entre Cate Blanchett y Judi Dench. Dos novelas, leídas en una bruma de cansancio. “El bueno, el feo y el malo” en versión original, y ese clímax a tres bandas con Morricone de fondo que eriza el vello de los brazos. Y la dolorosa “Réquiem por un sueño”. Y otros momentos inolvidables de estos últimos días, y que me guardo para mí, y que contienen la esencia de lo íntimo. Y algún momento malo que prefiero olvidar.