Me levanto tarde de la cama, en torno a las nueve o nueve y media de la mañana. Las noches suelen ser apacibles en el entorno del hotel en el que estamos alojados: el silencio nocturno es tan denso que tardo en conciliar el sueño, acostumbrado a dormir en una ciudad ruidosa como Madrid. Una vez vi una película en la que el protagonista se llevaba a un pueblo una cinta grabada con los ruidos cosmopolitas y estrepitosos de la noche (cláxones, música de pub, motores de vehículos, discusiones) y la ponía al acostarse, para dormir el sueño inquieto al que se había habituado. Tras una ducha de agua caliente me asomo a la amplia ventana de la habitación: a esa hora, si el tiempo acompaña, disfruto unos segundos de la vista, que es un césped bordeado de árboles y en el que crecen las margaritas, por el que menudean las aves y se oye el reclamo de los patos del canal de agua que discurre al otro lado de la carretera. En seguida me siento a una mesa de madera, abro un cuaderno de páginas blancas, sin rayas, y escribo uno o dos artículos, a mano y con un Bic de punta suave, parecida a la de un Pilot. En la televisión de treinta y tres canales (franceses, suizos, alemanes, italianos y la TVE Internacional) escojo uno que deja la pantalla en negro mientras hilvana éxitos del pop y del rock. Temas de U2, Muse, R.E.M., Keane, Coldplay, Queen, The Beatles y The Rolling Stones. Sin ordenador, sin internet, sin mis discos, escribir a mano es una especie de prueba monacal y pura, un regreso a los orígenes, cuando empezaba a borronear con bolígrafos en cuadernos que olían a papel nuevo y limpio.
A media mañana es necesario irse para que las camareras limpien el cuarto. Paseo durante una hora por el pueblo, que es una versión francesa de Puebla de Sanabria en invierno. Es decir, un lugar atractivo y sereno, aunque con poco movimiento en estas fechas. Una hora me sobra para recorrer sus calles principales y demorarme viendo nadar a los patos. Mientras camino por el cinturón de este distrito y las calles que desembocan en La Place de L’Hôtel de Ville, con mi pelo largo y mis botas, mi abrigo con los cuellos levantados y una pequeña mochila colgando del hombro, me siento como John Rambo al principio de “Acorralado”. Los pocos habitantes con los que me cruzo me miran con disimulo, aunque se les nota hechos a la presencia de forasteros que observan el menú de los restaurantes y las fachadas de las iglesias. De vuelta al hotel me dedico a la lectura. En la habitación almuerzo sándwiches que he comprado en una tienda. Tras la comida, sigo leyendo. Aprovecho la luz natural hasta las seis.
A partir de entonces me prestan un ordenador portátil, en el que volcar los artículos escritos en el cuaderno, en esas páginas repletas de tachaduras y correcciones. La tarde se aparta de la rutina, pues existen dos opciones: recorrer el pueblo de nuevo, esta vez en busca de una cervecería y de un restaurante económico; o coger el tren a Estrasburgo y pasar allí unas horas. La estación dista cinco minutos del hotel, andando. El billete de ida y vuelta sale a cuatro euros y pico. El viaje dura diez minutos, si uno pilla el directo. Si no, el tren se detiene en todos los pueblos y el tiempo del trayecto se duplica. El último tren a Molsheim, de regreso, sale a las ocho. Pero el mismo billete es válido para volver en autobús: sale a las diez de la noche y tarda una media hora porque también se detiene en varios pueblos. Tras cenar, en el pueblo o en la ciudad, me conecto a internet en la habitación del hotel. No hay cibercafés en la villa y esta es la única opción: el precio de conectarse al wi-fi del hotel es tan escandaloso que sólo navego una media hora al día.