miércoles, marzo 14, 2007

Nativos y forasteros

Por estas tierras francesas, pero con evidente influencia alemana, a menudo creen que somos italianos o ingleses o, supongo, estadounidenses. Un día entré solo en un local de kebab de Molsheim. Tras el mostrador, un atento árabe de modales pulcros y poblado mostacho. No he aprendido más que tres expresiones, “Bon jour”, “Merci” y “Bon soir”, así que dije al entrar: “Bon jour”. Miré el menú: no quería kebab, pero no supe descifrar los ingredientes de los otros platos. Al ver una foto de un bocadillo con lechuga y salchichas, lo señalé y lo nombré (“¿Merguez?”). “Merguez”, asintió él. Puse un dedo en alto: uno. El hombre dijo: “Yes” y encendió la plancha, pues a esas horas yo era el único cliente. Mientras preparaba el bocata, iba levantando cada ingrediente con las pinzas y mostrándomelo, para ver si quería de todo: “¿Onions? ¿Tomato?”. A pesar de decirle un par de veces “Merci”, el tipo en seguida vio que nos comprendíamos mejor por señas y por inglés. En cambio, el dependiente de un supermercado en el que compré cuatro cosas sólo sabía francés. La comunicación fue difícil. Dejé los productos, él sumó los precios en la caja registradora y leyó el importe. No entendí ni jota, así que extraje un billete de veinte euros para que me devolviera el cambio. Tras recoger calderilla y otro billete, noté que no me había dado una bolsa para guardar la compra. Vi varias colgando, a un lado, y cogí una. Empezó, nervioso, a advertirme algo. Sin saber por dónde salir, solté mi inglés de segunda mano: “I don’t understand”. Entonces frotó el índice con el pulgar, en el gesto universal que significa: “Que esto cuesta talegos, majete”. Ahí me salió el castellano: “Ah, vale, vale. ¿Cuánto?”. Dijo dos veces el precio. No entendí, no conozco el idioma. Cogió un lápiz y lo escribió en un papel. Pagué la bolsa: treinta y cinco céntimos. En los trenes soy yo quien le da nuestros billetes al revisor. Casualmente, siempre me hablan. Mi reacción consiste en encogerme de hombros y señalar a las personas con las que voy, para que le hablen a ellas.
Todas estas cuestiones logran que aún me parezcan mucho mejores películas como “Babel” y “Frenético”, en las que la gran barrera entre los hombres es la variedad idiomática. En algunos establecimientos, cuando soltamos nuestra jerga anglo-franco-hispana, nos preguntan de dónde somos. “Ah, espagnoles”. Un árabe sonrió y se puso a hablar de los resultados del partido de fútbol de la víspera, Madrid-Barça. A un policía al que le preguntamos en inglés por el servicio nocturno de taxis, nos respondió que no sabía inglés, pero sí español. “Yo hablo un poco español”. Una noche, un muchacho al que habían vestido de troglodita en su despedida de soltero, se puso al lado a cantarnos alguna canción famosa, mientras sus amigos coreaban la prueba con carcajadas. Dije: “Lo siento, no te entiendo”. “¿Italiens?”. “No, somos de España”. Lo pensó un segundo y dijo: “Buon giorno, bona sera”. Negué: “Eso es Italia”. Cantó estribillos en italiano hasta que acertó con “Bamboleo, Bamboleo”. Y dije: “Eso es, por ahí vas bien”.
Uno se topa, además de con personas que tratan de soltar palabros en castellano, con gente de su país. En la cola de un supermercado, juraría que un señor me dijo: “Pase, pase usted primero”. Me pareció tan normal que respondí: “Gracias”, y ahí acabó todo. Vimos una excursión de colegiales españoles. Y, en una cena, se nos acercó un matrimonio: “Buenas noches. Los hemos oído hablar”. La mujer nos contó que eran de Barcelona, que su hija estudiaba en la Universidad de Estrasburgo y habían venido a traerle el resto de su equipaje, que ella no había podido llevar en el avión. Fue grato encontrarse con forasteros que hablaban nuestra lengua.