Aunque ha sido un invierno muy flojo, de poco frío, el aumento de las temperaturas de estos últimos días trajo al barrio en el que vivo un incremento de la violencia y de la exasperación de los desheredados. Mientras el frío mantiene apretado al personal y lo reprime, el sol alumbrando de lleno las calles y con pocas nubes que lo oculten mantiene activo al personal. De la televisión sólo me gustan algunas series. Como no suelo verla, me asomo a la ventana. Tengo la ventaja de contar con una tele que muestra imágenes reales y sin los artificios del montaje: desde el balcón se palpa la realidad más salvaje. Si salgo a la calle, diviso escenas aún más curiosas (incluso hay gente que cree que las invento). Un par de días atrás vi, al pasar junto a un grupo de hombres que bebían vino barato y litronas de cerveza, a dos cuerpos tirados en el suelo. Al lado de ellos. El mundo parecía ajeno a esos dos cuerpos. Quienes empinaban el codo ni siquiera le daban importancia. Entonces me fijé: eran dos alcohólicas tiradas en el suelo, peleándose con esa blandura y esa parsimonia de quien lleva años desayunando vinazo y durmiendo a la intemperie. Se tiraban de los pelos, intentaban arrancarse las greñas. Los bebedores no les prestaban atención: acaso sospecharon que la reyerta no tendría consecuencias trágicas, o acaso ellas peleaban con movimientos tan torpes y lentos que ellos no las vieron bajo la máscara de la ebriedad.
Una noche, antes de acostarme, oí el escándalo de un grupo de muchachos que se empujaban y discutían. No sé si se trataba de un botellón, pero había una panda joven discutiendo, a punto de menear los puños, y las chicas en medio, aplacándolos como casi siempre hacen. Y digo casi siempre porque he visto peleas, en esta y en otras ciudades, en las que algunas mujeres no calman a sus novios, sino que los alientan para que rompan los morros al contrincante, como modernas versiones de Lady Macbeth aunque sin la grandeza ni la fluidez de su labia. No hace tanto frío y eso se nota, aunque insisto en que ha sido un invierno flojo. Se nota porque oigo y observo más jaleo, más personas por mi calle, más actos violentos, más personal meando en las aceras.
Ese mismo día escuché bulla debajo de casa. Un tipo se había cabreado con sus amigos. Mediante su actitud demostró algo que dice Earl Hickey en "Me llamo Earl", respecto a la ira masculina: "Los hombres de verdad se guardan las emociones adentro, hasta que explotan y después golpean algo que no tiene nada que ver con lo que los hizo enojar". El tipo empezó a gritar. No sé qué dijo porque hablaba en otra lengua. Luego caminó por el asfalto, siguiendo la línea de los coches aparcados, y dio puntapiés a las puertas. Bajo su ira cayeron seis o siete coches. Continuó gritando. Después anduvo por la acera, por el otro lado de los vehículos, junto a la puerta de los copilotos. En cada coche levantaba la pierna hasta reventar, de una o dos patadas, el retrovisor. Con este procedimiento poco sutil arrancó varios retrovisores de cuajo. Otros tuvieron más suerte y quedaron colgando por un trozo. Cuando salí de casa y pasé junto a los coches observé los desperfectos de aquella violencia: abolladuras en las puertas, pedazos de retrovisor en la acera, capós llenos de bollos. Esos vehículos tienen mala suerte. Su carrocería es víctima de la ira de quienes se cabrean. A menudo hay gente que se pega encima de esos capós. O esconden algo de droga debajo, antes de una venta. Y orinan sobre ellos. Les mean las ruedas, los faros, las puertas. El pis huele demasiado fuerte, y supongo que hay una razón: el alcohol y la droga que expelen apesta. Con el calor regresa la violencia. Oí otra bronca mientras escribía esto.