Si todo va bien, esta noche estaré en tierras francesas. Por razones que no vienen al caso o a nadie importan, pasaré las dos próximas semanas entre Estrasburgo y Molsheim, una hermosa y pequeña ciudad o distrito de Estrasburgo, localizado en la región de Alsacia. Baste anotar que, en principio, sólo debo pagar el billete de avión. Entenderán que una oportunidad así no puede desaprovecharse. Al contrario que en otras ocasiones, que en otros viajes, he tratado de informarme un poco al respecto. En Molsheim se estableció Ettore Bugatti, el tipo que creó los automóviles que llevan su apellido. Y lo dejaremos ahí, ya que mi ignorancia en coches es absoluta e incluso casi escandalosa. Molsheim, además, está en plena Ruta de los Vinos de Alsacia, lo cual me hizo esbozar una sonrisa de placer en cuanto lo supe. En el catálogo turístico de esta pequeña ciudad no faltan varios museos, como el de la Fundación Bugatti. La zona dista unos quince minutos de Estrasburgo, pero aún no sé si se refieren al trayecto entre ambas en coche o en tren.
He averiguado que, en el hotel en el que nos alojaremos en Molsheim (Estrasburgo quedará para los fines de semana), tienen conexión a internet, lo cual constituye un alivio porque así no me tocará buscar por ahí un cibercafé cuando deba enviar mi artículo diario, actualizar mi bitácora, leer los periódicos y atender el correo electrónico. En el equipaje de mano llevo cuatro libros, pero cada uno tiene alrededor de quinientas páginas: esto me permitirá saciar mi sed de lectura sin tener que acarrear veinte novelas; se tarda más en leer un tocho de quinientas páginas que dos volúmenes de doscientas cincuenta páginas. Esto no es ninguna tontería: hagan la prueba y comprobarán que es cierto, porque la agilidad narrativa que suele alcanzar un libro de pocas páginas no la suele tener un tocho con el doble de extensión. A estas alturas, ya habré visionado otra vez el principio de ese filme encantador, “El turista accidental”, en el que William Hurt nos cuenta cómo debe hacerse una maleta, aprovechando bien el espacio e incorporando sólo lo imprescindible. Lo terrible del asunto, de este viaje, es el avión. Como siempre. El pánico a volar me depara, en esta ocasión, una escala en Bruselas. Es decir, iremos desde Madrid hasta Bruselas; y de ahí a Estrasburgo. Un exceso de horas de avión, más de las que probablemente puedo soportar.
Será igual que unas vacaciones, aunque yo, como hago desde hace años, continuaré escribiendo. Enviando mi columna diaria, pegándome con el folio en blanco. En cualquier caso no dejará de ser una especie de pequeña aventura, sobre todo si aludimos a mi poco desarrollada capacidad de orientación en las ciudades, sean éstas conocidas o desconocidas para mí. Y al idioma: de francés no sé ni una palabra. Ni una. Estudié inglés. Pero me dicen que a los franceses no les entusiasma que uno charle con ellos en inglés. Supongo que me apañaré con un diccionario de bolsillo y la gesticulación manual, que se me da mejor que hablar en otras lenguas. Por si acaso, he dejado escritos unos cuantos artículos. Hasta que me establezca del todo y me organice con el rollo de internet y los ordenadores. A partir del miércoles empezaré a contarles mis paseos por ambas ciudades; o quizá deba decir mis desventuras. De ahí en un par de semanas, o algo menos, les hablaré de estas tierras francesas al pie de la frontera con Alemania. Espero ser lo suficiente lúcido para no agotar la paciencia de mis lectores con mis crónicas viajeras. Lo peor va a ser el idioma. Me pregunto si sabré hacerme entender. Ya les contaré.