Es posible que, al terminar la lectura de este artículo, resuelvan una o dos incógnitas sobre el misterio que rodea a las maletas que se extravían en los aeropuertos. Sólo una o dos incógnitas, porque uno se huele que existe muchos otros motivos.
La tarde en la que esperábamos en la sala de embarque, después de sufrir los consiguientes controles de seguridad y la facturación de maletas, vi algo insólito. Desde donde estaba sentado, junto a los grandes ventanales de la T-4 del Aeropuerto de Barajas, se divisaban un par de aviones a punto de volar. Justo debajo de los ventanales, el personal técnico atravesaba de vez en cuando la carretera cuyos ramales conducían a las pistas. Entre ese personal técnico había conductores que transportaban las maletas, colocadas éstas en un remolque. Bajo mi ventana de observador la carretera se doblaba en una curva. Al segundo vehículo que vimos se le cayó, de la parte trasera, una maleta. Por fortuna, no era la mía. La mía la divisé en lo alto de la pila de equipajes del siguiente vehículo: fue fácil de identificar porque le habíamos atado un cordel de color verde. El conductor no se detuvo y la maleta quedó allí, en mitad de la curva y en medio de la carretera. Un pasajero alertó al personal de la puerta de embarque. Pero nadie la recogió hasta una media hora después. Durante ese tiempo, diverso personal de mantenimiento pasó al lado de la solitaria y abandonada maleta. Los conductores la esquivaban o la miraban perplejos durante un par de segundos y luego seguían adelante. Un tipo la recogió y la subió a otro remolque. Dudo que su dueño vuelva a verla.
Nuestro vuelo iba de Madrid a Bruselas, y de aquí a Estrasburgo. Al facturar, le preguntamos al encargado de chequear nuestro equipaje cómo se hacía la escala, si debíamos cambiar de avión y seguir el curso de las maletas. Nos dijo que, llegados a Bruselas, bastaba con salir de ese avión y dirigirse con el billete a la puerta de embarque del vuelo a Estrasburgo. Aseguró que no teníamos que preocuparnos del equipaje. Tras dos horas de vuelo a Bruselas, al desembarcar nos topamos con el habitual control (el segundo, a esas alturas), que supone una pérdida de tiempo cuando tienes que bajar de un avión y subir a otro: quitarse el cinturón y el abrigo y sacar la cartera, las llaves, el móvil y el dinero. Después de ese control, el tipo del embarque a Estrasburgo nos comunicó que el vuelo se había suspendido, y que en el mostrador de la compañía que nos vendió los billetes nos darían una solución. Allí, una mujer nos dijo que, en efecto, se había cancelado. Pero idearon una solución alternativa: en unos minutos saldría un vuelo a Basilea (en Suiza: tuve que mirarlo, porque no tenía ni idea de dónde estaba). Al bajar del avión nos meterían en un autobús nocturno que nos llevara, tras una hora de viaje, al destino original: el Aeropuerto de Estrasburgo. Y allí deberíamos coger un taxi por nuestra cuenta, que nos condujera a la ciudad, dado que a nuestra llegada (las doce de la noche) no había otros transportes disponibles. Pero volvamos al capítulo anterior: antes de embarcar rumbo a Basilea, nos sometieron a otro control. En la puerta de embarque, la encargada poco amable dijo que no podían garantizar que nuestras maletas fueran a bordo de este avión, por culpa de la cancelación y el cambio. Dijo que quizá llegaran otro día. Durante el vuelo, de una hora de duración, me imaginé perdiendo todo cuanto llevaba en la maleta: las mudas, algunas de mis camisetas favoritas, el neceser con su recado de afeitar y lo necesario para el aseo, el estuche de las lentillas y el frasco de solución salina. Por un milagro, cuando desembarcamos, en la cinta de recepción de equipajes estaban nuestras maletas.