Uno de los pocos días navideños en los que estuve en Madrid fuimos a un centro comercial que queda junto a la zona de El Rastro. Por razones que no vienen al caso, tuvimos que preguntarle al vigilante de seguridad que había, en una de las dos entradas del edificio, por la ubicación de un mercado. Siempre pensé que los vigilantes de seguridad de las empresas deben ser tíos altos y fuertes o, al menos, deben cumplir una serie de exigencias: unas mínimas condiciones físicas y psicológicas. Es lo que he imaginado y es lo que, hasta aquel día, me he encontrado en supermercados, grandes superficies, centros comerciales, museos y edificios burocráticos. Conozco a personas que trabajan o trabajaron como guardias de seguridad. Y, sean más o menos fuertes, todos cumplen una condición: disponen de una mente ágil y de una perspicacia que viene bien para detectar a los ladronzuelos y a los que buscan problemas. Quiere decir esto que, si quieres mantener la seguridad en un supermercado o en un edificio burocrático, el tipo que pones en la puerta, pertrechado de porra y esposas, debería ser un hombre de acción con mente ágil. Alguien que, si el jaleo llama a la puerta, sepa solucionar la papeleta. Para eso les pagan y para eso se han preparado.
Eso es lo que yo creía. Hasta aquella tarde en que hablamos con el vigilante de un centro comercial madrileño. Para que, quienes leen esto en Zamora, se hagan una idea del tamaño del edificio, éste era más o menos como el centro comercial Eroski. El vigilante era un tipo probablemente más joven que yo. Sin ninguna preparación física. Lo cual, sin embargo, ya digo que no me parece esencial si el hombre, llegada la hora de detectar intrusos y repartir bacalao, sabe arreglárselas. Porque no se trata de correr cuando se avecinan nubarrones, sino de plantar cara y utilizar el mal genio y el brazo. El problema era que aquel chaval no estaba del todo en sus cabales. No, no era retrasado. Quizá fuese uno de esos individuos poco ágiles de mente de los que solemos decir que “les falta un verano”. El clásico muchacho que, en mi infancia, se llevaba las galletas en el colegio. Un bendito, pero sin capacidad para defenderse. En resumen: la clase de persona que no se debe poner a vigilar el rebaño, porque luego no podrá hacer frente a los lobos. Éramos tres personas y, cuando le preguntamos por dónde se iba al mercadillo, empezó a ponerse nervioso y casi diría que a sudar. Nos señaló la dirección. Y, cuando empezamos a andar, cambió de idea y dijo que él mismo nos acompañaría hasta el ascensor. Una vez allí, y mientras esperábamos a que bajara el ascensor, nos dio más explicaciones. Hasta el punto que comenzó a liarse, y nos dio la espalda para dibujar, con ayuda de las manos, el mapa que teníamos que seguir una vez llegados al piso superior. Que un vigilante te dé la espalda es un error. Podíamos haberle quitado la porra y sacudirle con ella en el cogote. Mientras, de espaldas, explicaba que nos tocaría torcer por aquí y por allá, los tres nos miramos. Sin necesidad de palabras, las tres miradas significaban una cosa: a este fulano le falta un tornillo. Como sus explicaciones no le parecieron satisfactorias, dijo: “Bueno, anda, esperad, que subo yo con vosotros. Os acompaño hasta allí”.
Un vigilante ducho en tropiezos, sudores, dudas y problemas para explicarse. En cuanto se fue, nos preguntamos: ¿Cómo han contratado a este muchacho para que vigile el recinto? Tengo mi propia respuesta, y sólo así se podría explicar la elección de un tipo con trazas del George McFly de “Regreso al futuro”: enchufe. Es como proteger una casa de los ladrones con un perro sin dientes.