Eddie Murphy ha dicho, en una entrevista: “No entiendo por qué la crítica no se toma en serio a los actores cómicos. Es mucho más difícil hacer comedia que drama”. Esa es la lacra que a los cómicos les toca soportar durante su carrera. No sólo los cómicos americanos, también los de otras nacionalidades. Eddie Murphy vuelve a estar de moda porque lo han nominado como actor secundario al Oscar y porque ya le dieron el Globo por ese papel. El actor no ha parado de trabajar (como Sylvester Stallone) en los noventa, pero sólo iban a verlo los críos porque ahí, en esa vía de entretenimiento, el cine infantil, es donde había encontrado su mina de oro. También apareció en algunas olvidables cintas de acción. Que vuelva por la puerta grande es una buena noticia para quienes íbamos a ver sus películas en los años ochenta. Ha tenido que recurrir a un papel dramático (y secundario) para resucitar ante el público adulto.
Leí hace poco un libro que compendiaba diálogos, citas célebres, morcillas, cartas y artículos del maestro de la comedia Groucho Marx, y apunté una sentencia que me pareció acertada y viene a completar la declaración de Murphy sobre el ninguneo de los críticos hacia los comediantes. Decía así: “Estimados y queridos lectores, ahora les voy a explicar cuál es la maldición de mi oficio. Cuando uno se dedica a la comicidad la gente espera que uno siempre esté dispuesto a la chacota”. Igual que Groucho, muchos cómicos son esclavos de su oficio y de su talento para hacer reír. En dicho libro, “El abc de Groucho Marx”, se cuenta que la mujer del actor estaba harta de que su marido interpretase siempre el mismo papel ante los invitados: durante las cenas en la casa de ambos, los comensales aguardaban a que Groucho les contase unos cuantos chistes y dejara caer su retahíla de ingeniosidades. Marx, por supuesto, no quería decepcionarlos, e iba soltando gracejos y agudezas que su esposa había escuchado cientos de veces. A ella ya no le hacían gracia. Pero Groucho, como él apuntaba en el artículo, estaba bajo la maldición de su oficio. Lo cual significa que el público espera siempre un chiste, incluso aunque no estés trabajando. Me he fijado en que, cuando entrevistan a los cómicos actuales españoles (pensemos, por ejemplo, en el famoso Neng o en el elenco de La Hora Chanante), suelen quejarse de lo mismo: están un poco cansados de que el mundo espere de ellos un gracejo o la representación de su papel en la tele, ya sea en la calle o en las fiestas a las que acuden. Luego reconocen que, aunque les toque cargar con ese peso, en el fondo lo soportan y están satisfechos de sus personajes.
Lo cual me recuerda a uno de los episodios más divertidos de “Friends”: aquel en el que aparece un tipo con chupa de cuero al que los seis protagonistas veneran, y al que han bautizado como “Bob el divertido”. Cada vez que Bob entra en el plano, esperan de él un chiste e incluso le animan a que diga algo gracioso. Poco después descubren que Bob no es gracioso por naturaleza, sino que, cuando bromea, es porque siempre está bebido. Es un alcohólico, y es su sometimiento continuo a la bebida lo que le convierte en gracioso. Sin alcohol no hay chistes y sin chistes no lo soportan. Pero, volviendo al principio, es típica la reticencia de la crítica y de los jurados ante los papeles de comedia. Como si dijesen que la comedia no es seria. Y a mí me parece una cosa seria, un oficio algo trágico (por esa maldición que apuntaba Groucho y porque es muy difícil hacer reír al personal). Comparen los Globos con los Oscar: en estos últimos sólo nominan a los actores que previamente han sido nominados en la categoría de drama en los Globos. A los comediantes los ningunean.