Quizá alguien piense que mi estancia en Madrid es una tortura, a tenor de mis continuas quejas sobre el estado caótico y casi propio de posguerra de la ciudad, sobre el tráfico, la polución, la delincuencia, el mercado de la droga, las continuas peleas, la indigencia y la mendicidad, las colas para todo, el ruido, la música frecuente de sirenas de policías, bomberos y ambulancias, sobre los inconvenientes del metro (postura en la que me mantengo firme: hace unos días hubo un motín de viajeros en la parada de Conde de Casal, hartos de averías y huelgas). Es fácil que uno piense eso: que atravesar la capital constituye para mí un suplicio. Y en muchas ocasiones lo es, no voy a negarlo. He topado con más gente que quiere escapar de aquí que con gente que está contenta; suelen ser zamoranos, como yo. Pero existen otros momentos que uno no cambiaría, pequeños detalles que convierten la rutina en una aventura, aunque sólo sean detalles aislados, cotidianos, sin importancia.
Puedo caminar por la calle y toparme con unos cuantos actores, y sobre todo actrices, y exaltarme en secreto por culpa de la mitomanía que padezco y que no se me curará nunca, por fortuna. En un día puedo cruzarme, en un barrio al que he ido buscando una librería de viejo en la que tienen un libro de Nelson Algren, con Celia Blanco, cubierta casi hasta la nariz para protegerse del frío; y por la tarde, en una cafetería próxima a casa, ver a través de los cristales a la actriz María Adánez, sentada con unas amigas a una mesa. O puedo ir al cine y descubrir que, justo detrás, se nos ha sentado la misma María Adánez, o el actor Fele Martínez, o que en la misma fila está Tristán Ulloa. O ver entrar en esa sala a Javier Cámara, llevando del brazo a su madre. O caminar por mi barrio y descubrir, sentado en una terraza de una calle sucia, a Joaquín Sabina, o toparme por ahí con Nawja Nimri o Juan Diego Botto. O cruzarme en otros cines y otras tiendas con Ana Risueño, Ian Gibson, Elena Anaya, Achero Mañas. Me entusiasma, como conté el otro día, merodear por las casetas de la Cuesta de Moyano y preguntarles a los libreros y que sepan (no siempre, pero casi siempre) de qué libros les estoy hablando. Así como me entusiasma entrar en uno de mis templos: el edificio de Fnac, donde uno puede acabar loco y medio bizco de ver libros, tebeos, discos y películas, y donde curran chavales jóvenes que también saben de qué hablas cuando les preguntas por “Cara de ángel”, el clásico con Robert Mitchum, o que recuerdan si les queda en algún cajón una comedia de John Hughes.
Disfruto mirando las camisetas de las tiendas de Malasaña y Fuencarral. Pero sólo las camisetas diseñadas para “freaks” de mi calaña. Compro algunas y otras me las regalan. Las hay de Mazinger Z, Robert De Niro en “Taxi Driver”, Patán (el perro de Pierre Nodoyuna), “La Naranja Mecánica”, Bruce Lee, Frankenstein, Harry el Sucio, “Reservoir Dogs”, Jack Skellington, la Mirinda, “Leon. El profesional”, El Comecocos, Sloth, el logotipo de Superman o The Rolling Stones. Tampoco me disgusta meterme en Books Center, una librería de Luchana donde disponen de un sótano bien iluminado y lleno de saldos que ya no se encuentran en otra parte. He llegado a comprar cinco libros descatalogados por once euros. Bajar allí me acelera el pulso, como me ocurría de niño cuando me permitían bajar al sótano de La Ibense (en Zamora), donde almacenaban todos los juguetes que no cabían arriba. Disfruto en los conciertos y en los teatros. En los pubs, aunque los frecuento poco, y en las cervecerías de la Plaza de Santa Ana. Si no fuera por todo esto, la vida sería muy distinta.