Resulta muy extraño ver cómo el sol, a las dos de la tarde, empieza a descender. A las cuatro ya era noche cerrada. Antes de las cuatro recorrimos la orilla sur, cerca de los numerosos puentes que cruzan el Támesis: Millenium, Waterloo, Southwark, Golden Jubilee, Blackfriars. Al fondo se recortaba la silueta del Big Ben. Comimos en la calle, en Charing Cross Road. Me hubiera gustado ver la librería del número 84, pero no hubo suerte. En Embankment nos topamos con una especie de botellón de protesta: cientos de jóvenes disfrazados de Papá Noel, con latas de cerveza y monedas de chocolate. Nos subimos a un autobús de doble piso y pasamos por Trafalgar Square, la National Gallery, el Monumento a la Guerra de Crimea, Picadilly Circus (con sus luminosos y su decoración navideña), hasta llegar a Carnaby Street, en el barrio del Soho. Los ingleses ya estaban dentro de esas tabernas con nombres de animales, tomando pintas de cerveza. Las calles de esa zona constituyen una delicia para la vista. Casas y fachadas antiguas, centros comerciales, puestos de fruta y verdura, librerías, sex shops, tiendas de moda, de lencería, de bizarre y de coleccionismo, restaurantes, pubs, cafés. Tomamos unas pintas y, a las seis de la tarde, tuvimos la impresión de que eran las diez de la noche. El ambiente era embriagador. Tras la pausa deambulamos por el St. James’s Park, vimos el exterior de la imponente Abadía de Westminster, fotografiamos el Big Ben y el Parlamento, sentimos en la piel el fabuloso aire helado londinense y volvimos al Soho, siempre muertos de frío. El barrio es una maravilla y por sus arterias cruzan de continuo los peatones, esos taxis con bicicleta y otros vehículos. Regresamos al hotel y me metí en la cama a las dos y media de la madrugada, molido.
Nuestro vuelo de regreso a España salía el domingo por la tarde, de modo que aprovechamos la mañana, aunque llevábamos las maletas a cuestas tras pagar el hotel. Fuimos al mercado de Camden Town y su entramado de callejuelas, canales, barcas, viviendas como las que habrán visto en “Billy Elliot” o en el cine de Ken Loach, y sus tenderetes de regalos, bisutería, ropa, gominolas, dulces, crepes y sus barracas de comida especializada: árabe, mejicana, argentina, africana, china, venezolana, etcétera. La gente (la mitad, o más, éramos españoles) compraba una fajita o una hamburguesa o un bol de arroz y comía de pie, cerca del abigarrado centro de la Little Venice. El aire olía a fritura, pero a una fritura deliciosa en la que se mezclaba el aroma a salchicha blanca, a filete de carne, a cebolla a la plancha y a especias. Curioseé por una librería de viejo y compré un libro y varias camisetas. Los comercios, el olor del ambiente, el agua de los canales, los tejados, las fachadas de ladrillo, el bullicio continuo, las vanguardias, las pequeñas chimeneas y el colorido brindan una imagen difícil de olvidar.
Tras esa visita fuimos a buscar el autobús que nos llevaría al aeropuerto de Luton, al norte de Londres. Lo cogimos en Speaker’s Corner, en Hyde Park. Allí, junto a la hierba del parque y las ardillas que parecen posar para las cámaras, observamos a los oradores. Se suben en taburetes y sueltan sus chifladuras políticas o religiosas. Un tío, encaramado a una escalera, agitaba una bandera y pronunciaba salmos. Otros discutían con su público. Un viejo permanecía inmóvil y silencioso y se había colgado un cartel con la inscripción “Ateísmo cristiano” (sic). Abandoné esta exquisita ciudad totalmente rendido por su ambiente, su arquitectura y su magnificencia. Sólo ahora entiendo la pasión de la gente por Londres y su mixtura cuajada de equilibrios. Visitarla por primera vez se parece un poco a enamorarse en la adolescencia.