Parece que, en España, hay dos corrientes respecto a la Navidad. De un lado, la representada por los más tradicionales o conservadores, quienes tratan de convencernos de la necesidad de ajustarnos a dos o tres valores: la familia, el recogimiento religioso, la sobriedad; probablemente, esos mismos que predican lo de cenar poco y sentar un pobre a la mesa, a la hora de la verdad se den un atracón navideño de pavos rellenos, turrones varios y botellas de champán. Del otro lado, la corriente que representan los simpatizantes de la Navidad laica, obsesionados por acabar con las dulces tradiciones de los belenes, las cenas de rigor y todo el tinglado familiar y un poco ñoño de estas fechas; probablemente, esos mismos que fomentan ese pasotismo acaben abrazando a sus familiares en el banquete de Nochebuena o besando con ternura al hijo pequeño que coloca una figura en el nacimiento. Las dos Españas. La historia de siempre. Y me huelo que, al final, todo es de boquilla. En el fondo, juraría que ni los primeros resultan tan espirituales y conservadores y serios ni los segundos tan desprendidos, modernos y parranderos. Debemos hallar el equilibrio, como en "Star Wars".
Dicen que la virtud está en el medio. Y eso es lo que debería estilarse por estos lares. Al menos si lo que queremos es no estar a tiros el día entero. No veo mal recoger una pincelada de cada postura para hacerse uno mismo la Navidad perfecta, aunque ésta no exista. Conviene seguir metido en ciertas tradiciones. No me veo capaz de renunciar a las reuniones familiares, ni a las celebraciones correspondientes siempre que no me toque ir a misa, ni a la iluminación navideña aunque sea tan pobre y cutre como la que alumbra mi ciudad, ni a observar de reojo cómo se emocionan los críos con los Reyes Magos, la instalación del belén y la conciencia familiar (pese a que, lo reconozco, el espíritu navideño me estomaga un poco: esos valores de paz y amor que nos duran hasta principios de enero y no regresan, en la mayoría de los casos, hasta la víspera de Nochebuena, y todas esas películas soporíferas y con argumentos de buenas intenciones que programan cada año en televisión). Pero, del mismo modo, no me veo capaz de renunciar a las juergas de estos días, a salir de noche y no regresar a casa hasta la madrugada o hasta que el sol aclare mis ojeras, a recorrer los bares y pubs y tabernas de la ciudad en cuanto terminan las cenas de Nochebuena y Nochevieja, ni puedo renunciar a gruñir cuando el sentimentalismo me agobia o cuando veo a esa gente que, con una mano, se toca el crucifijo y piensa en los desamparados y, con la otra, abre la cartera y se gasta demasiados cuartos, contradiciendo así lo que pregona. Unas navidades sin festejo, parranda y alegría para mí no serían las mismas. Unas navidades sin las reuniones familiares, la ornamentación navideña, las tradiciones con las que crecí y las abuelas llorando de emoción por ver a los suyos reunidos después de haber rezado durante el año por su salud, para mí tampoco serían las mismas.
Por otra parte, de momento no conozco a nadie que esté metido sólo en uno de los dos bandos que decía al principio. Las personas con las que hablo procuran ajustarse a cada postura. Ponen el nacimiento, creen en los Reyes Magos, se alegran de reunirse con los suyos, cada cual a su manera recuerda lo que le contaron en la infancia sobre la Navidad, sienten cierto espíritu de paz y solidaridad, etcétera, y al mismo tiempo no renuncian al festejo, al banquete y a la borrachera. En mi generación, al menos, siempre ha sido así: un poco de tradición y un poco de despiporre. El resultado no es malo. Se puede combinar. Desde mi punto de vista.