A pesar del frío intolerable que azota mi tierra estos días, cumplí con mi ritual de darme un paseo por el casco antiguo, una zona poco transitada cuando la escarcha tapa la hierba de los jardines y cuando las manos terminan ateridas incluso si las lleva uno arropadas con guantes o metidas hasta el fondo de los bolsillos del gabán. Recorrí primero Víctor Gallego, la Plaza de Alemania y San Torcuato. Al llegar a la Plaza Mayor, decorada con un raquítico árbol de Navidad con adornos sólo en su mitad superior (lo cual, créanme, provoca la mofa del personal al atravesar aquella zona), enfilé rumbo a La Catedral. A partir de entonces las calles se vaciaron de gente a medida que fui avanzando. Me dolían un poco las orejas y las manos, pero no me importó. Uno debe volver siempre a los paisajes junto a los que ha crecido. En esos rincones del casco antiguo, bañados por la iluminación navideña, apenas vi transeúntes, situación que, es de suponer, no agrada a los comerciantes del barrio. Estuve luego en un mirador, calentándome la mirada con el río en la noche, las luces del Puente de Piedra y el resto de los puntos luminosos de las casas bajas de la otra orilla del Duero. Dirigí mis pasos por el entorno del Castillo, en dirección a San Martín de Abajo. La hierba de los jardines estaba congelada por la escarcha y el hielo. Algunos corredores se dirigían hacia la orilla del río. Los caminos de tierra resbalaban un poco al pisarlos, por culpa de las delgadas capas de escarcha. Los faros de los coches me iluminaban de vez en cuando. No me importaba el ambiente helado, sino empaparme de ese paisaje propio de una postal de una ciudad medio olvidada, como si caminara por un lugar prácticamente deshabitado.
Luego tomé rumbo por la Avenida de la Feria. En varios tramos se puede disfrutar de la vista de los lienzos de la muralla, si es que hay alguien que aún no lo sepa. Pasé por el Arco de Doña Urraca y la Calle de la Reina. En una tienda de antigüedades me llamaron la atención las figuras de demonios y santos que podían verse a través del escaparate. Mi ruta continuó por la Calle de los Herreros, vacía a las nueve de la noche, por la Plaza de Santa Lucía y por Manteca. Allí detuve mis pasos durante unos segundos. Lo hice para contemplar la fachada de la casa donde vivieron mis abuelos, y luego la puerta de la carpintería, que da a la Avenida del Mengue y, por consiguiente, al río. Me vino a la memoria, aparte de los rostros de mis abuelos ya fallecidos, la imagen de un gato al que me mataron en aquellas calles, y recordé el año en que viví en la primera planta de dicha casa, que no disponía de calefacción y cuyas paredes mordía con furia el aire helado proveniente del Duero en el otoño y en el invierno. Recordé cómo solía dormir: tapado hasta las orejas por una tonelada de mantas, sábanas y colchas, con la nariz helada y echando de menos, durante los fines de semana y las vacaciones, mi piso de alquiler en Salamanca. Al levantarme, la ropa siempre estaba tiesa del frío. Una situación similar a cuando uno duerme en las casas viejas de los pueblos en las que todavía no han instalado la calefacción.
Cerca de allí, subido a un tejado, vi a un felino callejero. Blanco, con manchas negras y un antifaz del mismo color. Estuvo posando unos minutos, allí arriba, mientras le sacaba fotos. Continué mi ruta por calles en silencio, sólo roto por el motor de los coches. Aspiré el aroma crudo que llegaba del río en cortas vaharadas, y luego regresé por el entorno de La Catedral, por la Rúa de los Francos, por la Plaza Mayor. A pesar del frío intolerable que azota mi tierra, una vez más mereció la pena.