Durante una cena, en un restaurante de Zamora, les conté a algunos de mis amigos la vena patosa que padezco en cuanto estoy en casa o a punto de entrar en el edificio que la alberga. Cuando les describí un par de casos, creyeron incluso que me los estaba inventando. Aquello no podía ser cierto, dijeron. Pero sí lo es, y así se lo juré a ellos. Por fortuna, suelo contar con testigos que notifican que, a veces, soy una versión ibérica de Peter Sellers, sólo que no sigo ningún guión y que suelen sucederme estos desastres en el piso, por cuanto el territorio doméstico supone para mí una especie de territorio comanche en el que, aunque no peligra mi vida, sí mi integridad física y la dignidad, si es que me queda alguna. Siempre he sostenido que uno debe saber reírse de sí mismo y buscar los rotos de su personalidad o de sus acciones: hacer lo contrario, es decir, ensalzarse de continuo de cara a la galería, demuestra vanidad y carencias. Dadas esas razones, no veo inconveniente para contarles aquí y ahora una de esas anécdotas que tanto divirtieron a mis amigos y que eran incapaces de creer.
Estaba a unos metros de llegar al portal de casa. En la mano derecha sujetaba una bolsa de la compra, tras salir del supermercado. En la izquierda sostenía un disco compacto, metido en su caja. Al ser verano y no vestir abrigos ni cazadoras ni chaquetas de entretiempo, carecía de bolsillos lo suficientemente amplios para depositar la caja del disco y liberar una de las manos. Iba mascando un chicle. Cualquier persona en su sano juicio hubiera seguido estas instrucciones: dejar la bolsa en el escalón del portal, sacar el manojo de llaves con la mano derecha, abrir la puerta, retomar la bolsa y entrar. Pero no se ha probado que yo esté en mi sano juicio y, como quería ganar tiempo, hice lo que confieso a continuación. Mientras caminaba, se me ocurrió llevarme el disco a la boca y meterlo entre los dientes para dejar una mano libre. La izquierda, así, pudo introducirse en un bolso y sacar las llaves. Una vez cogidas, la mano izquierda regresó hasta la boca para tomar el disco, con pretensiones de sujetar con dos dedos la caja y con otros dos manejar el llavero y abrir. Pero las manos no contaban con lo que sucedió. Al encajar el disco en los labios, de algún modo el chicle mascado del interior de la boca se quedó pegado a la caja. Y, al juntarse el disco con las llaves, parte del chicle se pegó al llavero. Imaginen el cuadro: un látigo de chicle tendido entre mi boca y el disco y las llaves, mientras la mano derecha estaba ocupada con la bolsa y la izquierda intentaba abrir la puerta. Dejé la bolsa en el suelo (debí hacerlo desde el principio, lo sé) y traté de quitar el chicle, pero ya se sabe lo que ocurre en estos casos: la goma de mascar se pega más, y parece convertirse en un pulpo dulce y pegajoso. No sin ciertas dificultades, logré entrar en el portal. En el ascensor descubrí que el chicle campaba por doquier: en la caja, en varias de las llaves, en el llavero, en mis manos. Una pesadilla infantil.
Cuando por fin entré en casa, examiné el desaguisado. No había manera de desprender aquella maldita goma rosa del revoltijo compuesto de llaves, dedos y disco. Menos mal que me ayudaron. Las partes más difíciles de limpiar fueron las argollas del llavero. Entonces recordé esos momentos de la infancia en los que nos las arreglamos para que nuestro propio chicle se nos pegue en los pantalones, o para que alguien lo lance desde una ventana y nos caiga en el pelo y tengan que llevarnos a la peluquería. Pero sobre todo (y siempre que tropiezo, o me trizo los dedos con una puerta, o caigo algo al suelo, o me quemo los dedos) pensé en Peter Sellers, ese genio de la comedia, y en sus innumerables torpezas y desgracias en “El guateque”.