Hay un restaurante al que, a menudo, voy a pedir un kebab para comer en casa. Aunque me explico alto y claro, como si le hablara a un niño, siempre me entienden mal y me preguntan tres veces por los ingredientes del menú. Pues bien, me temo que en ese restaurante han aprendido los trucos españoles. O sea, dar menos y cobrar más. Como hacían algunos de esos antiguos tenderos cuyo retrato de tebeo viene a ser el minorista granujiento de “13, Rúe del Percebe”, que siempre vendía aire a sus clientas. Esto no quiere decir que todos los tenderos hayan sido o sean iguales. Lo advierto antes de que me toque recibir los insultos de los tenderos de medio país, creyendo que me meto con su oficio. No. Ni significa que todos los árabes hayan aprendido los viejos trucos ibéricos para sacar unos céntimos de provecho. Siempre que hablamos de algo en la prensa, mostramos ejemplos. Que quede claro que me refiero a ese restaurante en concreto y a algunas tiendas de ultramarinos de mi niñez.
Cuando empecé a comprar kebabs en ese restaurante de comida rápida, el bocadillo que te vendían bastaba para saciar cualquier apetito voraz, léase el mío. Daba uno la puntilla a ese bocado doble y sentía el estómago lleno. El precio estaba bien. Más o menos barato, teniendo en cuenta que hablamos de Madrid y aquí todo es caro. Hace unos meses fui a comprar uno de esos sabrosos y adictivos bocadillos y habían subido los precios. Cada kebab costaba cincuenta céntimos, o quizá más. Y otros cincuenta céntimos, si uno lo pedía con queso. La segunda sorpresa vino al desenvolverlo en casa. Después de quitarle el papel de aluminio en el que los envuelven, noté que el invento estaba flacucho. Al acabármelo, advertí que me habían cobrado más, pero despojando al kebab de una parte de su contenido. Más dinero y menos carne, a cambio. Igual que esas ofertas de los supermercados: suben el precio de un producto, y añaden un cartel en el que pone “Oferta” o “Precio rebajado” y todos picamos el anzuelo; lo creemos y compramos, a veces en grandes cantidades. He vuelto varias veces a por uno de esos kebabs. El precio se mantiene alto, y el grosor del bocadillo va disminuyendo día a día. Ahora, tengo que comer algo más para saciarme, o pedir una ración de patatas fritas. No voy a otro sitio porque allí despachan, sin duda, el mejor kebab de Lavapiés. Pero me siento a pensarlo y me digo: “Se han adaptado con rapidez. Cobran más, ofrecen menos. Eso es España”. Me recuerda a esos restaurantes con menú de diseño, donde te cobran un ojo de la cara por ponerte, en un plato de dimensiones toreras, una cagarruta de carne con miel y mucha hoja verde.
Recuerdo un episodio de mi infancia. Íbamos a una tienda de ultramarinos y, mientras el resto de la familia hacía la compra, mi hermano y yo, aún unos enanos (pero ya sin chupete), señalábamos con el dedo la peseta pegada con celofán en la parte inferior de la balanza. Y soltábamos las preguntas inconvenientes en voz alta, que hacían enrojecer a mi madre: “¿Por qué tienen una peseta pegada en la balanza? ¿Podemos cogerla?” Estos árabes del garito al que voy han terminado por adaptarse. Han puesto su propia peseta en la balanza, y a cambio salen ganando. Hablé aquí una vez de un negro muy simpático, un hombre muy agradable y siempre ducho en sonrisas, que regenta una tienda de ultramarinos en el barrio. Se ha adaptado tan bien que llama a las señoras por su nombre de pila, les pregunta por su vida diaria y cotillea un rato con ellas. Confieso que prefiero más esta adaptación, la del africano, que la otra, basada en precios y siseos. Son otras maneras de adaptarse.