Uno de los pilares sobre los que se sustenta la sociedad es la educación. Para que funcione el entendimiento, al menos. Y el respeto. A menudo me pregunto dónde educan a algunas personas: si en un hogar o en una porqueriza. Aquí no se puede echar la culpa a las escuelas y a los maestros. La principal responsabilidad es de los padres. Los padres de ahora y los de antes. Nadie nace sabiendo, ni puede aprender por su cuenta una serie de normas para la convivencia. Deben inculcárselas. Supongo que, en cuestiones educativas, todos somos unos zoquetes hasta que los padres nos enseñan una y mil veces las reglas: saludar en los portales de los edificios, pedir disculpas cuando molestamos a alguien al darle un codazo o empujarlo en un lugar repleto de gente, preguntar con amabilidad si nos dejan pasar en las aglomeraciones, guardar silencio en el teatro, en la biblioteca y en el cine, pedir la hora o la manera de llegar a una calle anteponiendo el saludo a la pregunta y la gratitud a nuestra marcha. Cosas comunes, cotidianas, que cualquiera da por hecho. Pero no. La educación, en cuanto a normas de convivencia, en España es un desastre.
Viajo poco, lo habrán advertido. Sin embargo, en mi adolescencia viajaba con frecuencia y estuve unos días en Francia. Lo que más me atrajo y no he podido olvidar fue la amabilidad de los franceses. En cada restaurante, en cada cafetería, en cada comercio, incluso en la calle, los ciudadanos con los que nos topábamos tenían cosidas a la lengua el “Perdone”, el “Gracias” y el “Buenos días”. Como decía Jim Carrey en “Man on the Moon”: “¡Cuánta amabilidad!” Sentía uno que el mundo podía ser un lugar mejor, sin tanto odio ni tanta rencilla. Aquí, en España, es distinto: las batallas orales empiezan ya en la cola del mercado. Que si estaba yo antes, que si usted perdone, que si no se cuele, que si llamo a la policía. Nadie debe dejarse avasallar, de acuerdo; pero a veces se llevan las cosas demasiado lejos. Un día pasé frente a la puerta de un teatro y oí grandes voces. Me fijé en que una señora y un señor estaban discutiendo por el lugar que ocupaban en la cola. Insultándose, ofendiéndose. A su edad (peinaban canas y vestían arrugas), y ya los imaginaba enzarzados en una reyerta navajera. Me alejé de allí y sospecho que podrían haber llegado a las manos, tal era la furia del señor que acusaba a la mujer de querer colarse. Y, ¿quieren saber lo más divertido? La cola de las angustias, del lío y la discusión, estaba formada por una pareja comprando la entrada, el señor acompañado de su esposa y la señora que intentaba colarse. O sea, cinco personas. Y casi arman una guerra. Podían haberlo arreglado como Faemino y Cansado en ese sketch en el que uno de ellos le dice al otro, amablemente, que se le ha puesto por delante en la cola del cine y el otro le explica, amablemente, que no es así, que él ocupa otra cola distinta.
Esto no es nuevo. He vivido en edificios en los que los matrimonios adultos ni siquiera respondían a mi saludo en el portal, en los que abría la puerta y dejaba pasar a algunos vecinos sin que me dieran las gracias ni soltaran un “Hola” de propina. En los conciertos a los que voy, la muchachada invade tu espacio al pasar hacia las filas delanteras y nadie se disculpa; sólo algún ejemplar aislado pregunta si le dejas un hueco y luego lo agradece. En los teatros y en las salas de cine no falta el cenutrio incapaz de callarse, molestando al personal con comentarios de baja estofa y dudoso gusto. Se requiere una educación para facilitar las cosas. Confiere, además estilo y clase. Nos diferencia del ganado. Nos hace más humanos.