Más o menos por casualidad estaba el otro día en una galería de arte, viendo los cuadros expuestos junto a unos conocidos. En la mesa, los encargados de la galería iban colocando frutos secos para picar y botellas de vino para tomar un chato, aunque la mejor función del vaso de tinto en estos eventos es la de ocuparle a uno las manos: durante las exposiciones, algunos no sabemos qué hacer con ellas, es decir, con las manos, y así, a falta del chupito de vino, las metemos en los bolsillos, las ponemos detrás de la espalda, nos cruzamos de brazos, nos atusamos el pelo (quienes lo tenemos), le damos cuarenta vueltas al catálogo, nos mesamos la barba (quienes la tienen) y mandamos un mensaje de móvil, dado que el celular nos viene de perlas para cualquier apuro. De modo que el vino, cuando lo reparten de gratis en estos fastos, sirve para tener quieta una mano y relajarse. Hay que fijarse en estas cosas, y uno acostumbra a hacerlo, ya que mi misión en los eventos es doble: observar lo que exponen o presentan y observar a la gente. Al fijarse uno, ¿qué ve? Que el personal se toma un chato minúsculo, y el vaso vacío le dura en la mano hasta que cierran el chiringuito o hasta que uno decide marcharse por propia voluntad.
Hasta la otra tarde no había reparado en la condición casi tabernaria de algunas galerías de arte. Esto no es culpa del galerista ni del pintor ni de las azafatas que colocan las salazones y las bebidas en la mesa, sino de la gente, de nosotros. Después de echar un somero vistazo a los cuadros, me fijé de reojo en el personal. Es cierto que no había muchas pinturas, y que todas las obras eran abstractas, y quizá esa sea la razón por la que nos desentendemos y nos ponemos a pegar la hebra. El tipo de la galería está deseando recibir una palmada en la espalda, y el pintor está esperando los parabienes, o incluso una crítica, lo que sea, con tal de cerciorarse de que no has ido allí por el tinto y la charla. Pues bien: a los cinco minutos de entrar, nadie estaba viendo los cuadros. Sólo había corros de gente, círculos más o menos cerrados, en los que charlar de esto y de aquello, del trabajo y de fútbol, de la familia y de las películas que echaron anoche en televisión. No se vayan a pensar que yo era el tipo solitario y callado que veía los cuadros y reflexionaba sobre ellos; no, qué va, hombre, yo también estaba pegando la hebra, un poco incómodo porque veía al pintor (me señalaron quién era, porque no lo conocía) mirando de vez en cuando a los grupos de conversación.
Cuando no entendemos el arte, optamos por no entretenernos ante cada cuadro y nos dedicamos a darle a la colorada y a picotear por los platos (“Yo no soy mucho de comer, yo soy de picotear”, dice uno de los imitados en La Hora Chanante). Admito que tampoco había demasiado que entender, dado que, en este caso, la única variante de composición entre los cuadros eran los colores. Por otra parte, si uno no entiende o no le gusta, resulta más conveniente dedicarse a comentar la vida con el prójimo, antes que soltar una frase falsa, una de esas frases comodín, perfectas para quedar bien y no decir nada. Tengo claro, a estas alturas, que la gran mayoría de quienes acuden a los eventos lo hacen para matar el tiempo. En las presentaciones de libros he visto a espectadores roncando en su butaca. En las fiestas literarias de alto copete he descubierto que todos van a lo mismo, es decir, a engullir canapés y a conocer famosos. En las tertulias y conferencias de mi ciudad no es raro comprobar que el grueso del público ha entrado a la sala para calentarse las manos y los pies porque la tarde está fría. No busquen moralejas; simplemente, somos así.