Sé que igual no está bien alabar tanto la tierra de uno, pero cada uno barre para su casa y no quiero ser diferente. Entre comidas, estos días, me acuerdo mucho de las viandas que disfruto en mi ciudad. Esto tiene fácil solución: te aprovisionas de esas viandas en cada viaje, y con eso se satisfacen el estómago, la gula y el paladar mientras se vive en otro lugar. Con frecuencia nos regalan pimientos zamoranos, que al freírlos echan un humo delicioso y espeso que sale por la ventana y flota por la calle, un poco harta de tanto aroma a tabaco de pipa de agua y de tanto arroz con curry. Los pimientos pican como demonios, que es una frase que aún no acabo de comprender, pero puedo hacerme una idea. Los pimientos arden en la boca, y parece que uno se estuviera sazonando la lengua con cayena y cuchillas de afeitar. Le entra a uno el hipo y se pone rojo hasta que bebe agua y come miga de pan; pero luego continúa luchando con estos pimientos, que algún día le crearán una úlcera, si no lo han hecho ya. También encuentra acomodo en un armario el bote que me regalaron: de guindillas en vinagre, guindillas de la huerta, de las de verdad, que las hay rojas, verdes y amarillas, pero no pican todas, y eso se agradece porque no se puede estar el día entero maltratando el estómago. Respecto a los pimientos, uno de mis amigos zamoranos me ha dicho que los pimientos de nuestra tierra ya no pican, o que pican sólo algunos. Un día de estos, cuando lo invite a comer, le demostraré su error, pues estos que digo se compran en el Mercado de Abastos y, según tengo entendido, allí no hay trampa ni cartón.
En mi última visita a la ciudad, a media mañana, entramos a desayunar a la Churrería Malú, que por cierto está junto al Mercado de Abastos. Allí tomé un café solo y una ración de churros. Hay una edad para todo: de niño, iba a las churrerías antes de partir de caza, pero me duró poco porque en seguida supe que lo mío no era ese deporte, ni ningún otro; hasta hace unos años, iba a las churrerías en las madrugadas de domingo en que, tras horas y horas de juerga, aún no me había ido a dormir; ahora, voy a las churrerías si topo con una y aprieta el hambre, a media mañana. Esto no quiere decir que los años me amansen, sino que hay una edad para todo. Si llego a ver el mundo con ojos viejos, madrugaré los domingos para ir a por el periódico y a por churros; sólo espero que el periódico no sea de ideología facha y que todavía se vean jóvenes rebeldes desayunando sin haberse acostado aún, ojerosos por el cansancio y la parranda, aunque al paso que vamos, con tanto recorte de libertades y tantas prohibiciones y normas de corrección política, me temo que a los rebeldes les tocará refugiarse en los montes, si es que todos los montes, para entonces, no los han quemado los pirómanos. En Madrid sólo he entrado en una churrería, la del Pasaje de San Ginés, y fue hace tiempo. Corría la madrugada, claro, y al irnos a casa de unos amigos, a dormir, vimos cómo cuatro gorilas de discoteca sacaban a un borracho, lo tiraban entre dos coches y le metían la paliza de su vida; o de su muerte, pues ignoro cómo acabó.
Se me olvida siempre traer un poco de vino. Un colega me recomendó hace tiempo el Elías Mora, caldo que probé y me satisfizo. En la capital no lo he encontrado, y me prometo comprarlo en cada regreso a Zamora. Pero una y otra vez lo olvido. Tengan en cuenta que los exilios, sean forzados o voluntarios, se llevan mejor comiendo aquellos alimentos y bebiendo aquellas bebidas con los que uno ha crecido o a los que se ha ido acostumbrando. La gente que aún cultiva el huerto no sabe la felicidad estomacal que procura cuando regala o vende sus productos.