miércoles, septiembre 06, 2006

Huellas de dominguero (La Opinión)

Sumergidos en el agua hasta la cintura, a veces veíamos un reflejo en el fondo del río Tera. Algunos rayos de sol se colaban por entre las ramas de los árboles que bordeaban la orilla, alumbrando varias zonas del lecho del río, saturado de largas raíces, piedras del tamaño de una pelota de fútbol y pedazos rotos de ladrillo rojo. Cuando algo brillaba allá abajo lo tanteábamos con la punta de un palo, para probar su resistencia, y a continuación intentábamos cogerlo con la mano. A menudo se descubren objetos extraordinarios: una piedra cuya tonalidad el verdín y el agua han aclarado, logrando un aspecto similar a esas “piedras milagrosas” que utilizaban en “La selva esmeralda” y que volvían invisibles a los indígenas; un trozo de plástico en el que puede leerse, inscrita en su reverso, una fecha antigua; una zapatilla ya carcomida y prisionera de las raíces y de la arena, que apenas puede uno arrancarle a las entrañas del río. Entonces alguien, uno de nosotros, advirtió que, junto a una roca cuya parte superior sobresalía del agua y se calentaba al sol, había dispersos varios cristales.
Hicimos lo de siempre: tantear con los palos, remover el fango, levantar el objeto de su sitio. Luego, con cuidado, sacamos una botella. Una botella de cerveza. Por fortuna no estaba rota. La apartamos de allí. Los cristales rotos pertenecían a una copa. Imaginé a tipos brutos, beodos y bobalicones, entre la breña de la orilla, arrojando al agua la botella de cerveza y el vaso de cristal; éste estallaría al chocar contra la roca, para luego hundirse. Sacamos el cristal más grande, pero del resto no pudimos encargarnos: eran trozos minúsculos y no teníamos gafas de bucear, que hubieran sido necesarias para observar con nitidez el légamo y extraer los pedazos sin cortarse los dedos. Tuvimos la precaución de meternos por el río con zapatillas o chanclas de agua, y de ese modo nadie corrió el peligro de abrirse las carnes. Una semana antes habíamos visto por ese claro del Tera a un par de chavales, y juraría que iban descalzos. Los imaginé pasando allí otro día, con el agua por el pecho, hundiendo los pies en los cristales, y el río tiñéndose con su sangre. Maldije en voz baja a quienes habían tirado por allí los envases de su borrachera. Mis amigos los maldijeron en voz alta, mediante insultos que prefiero no reproducir aquí. Unos metros más adelante, río arriba, descubrí una botella de vidrio con siglos de edad. Alguien la había puesto en la orilla, tumbada, metida entre la espesura, cautiva ya de las ramas. Una raíz entraba por el gollete del casco y se perdía en su interior. Me hice una pregunta: la raíz, ¿había entrado por iniciativa propia en el agujero del envase, o algún chalado la había introducido allí a la fuerza, para ver quién era más poderoso, si el vidrio o la rama?
Cuando abandonamos el río, en busca de los coches, preferimos tomar un atajo por el bosque. Es un bosque al que ya he aludido y en el que los domingueros acostumbran a plantarse con sus vehículos, las mesas, las sillas, la nevera portátil, el transistor, la abuela, el perro, etcétera. Como era martes, sólo había un individuo solitario, sentado en una silla plegable a la sombra. Mientras caminábamos empezamos a ver el rastro inhumano e incivilizado de los domingueros: envoltorios arrojados entre la hierba, papeles enganchados en las ramas de los arbustos, paquetes vacíos de tabaco, envases de polos y de helados. Uno de mis amigos se ocupó de recoger los desperdicios dispersos aquí y allá, mientras blasfemaba mentando a las madres de los responsables. Luego los depositó en un contenedor, cerca de La Playa de los Enanos. Nos hubiera gustado hacérselos comer a los culpables.