Todo lector compulsivo, y aún más si ha consagrado su vida a la escritura, arrastra tras de sí dos monstruos librescos: uno lo constituye la pila de volúmenes que va amontonando en la mesilla, hasta que les toque el momento de ser leídos; el otro, las estanterías rebosantes de libros que acumula desde la niñez. Del primero ya hablamos aquí en una ocasión. El segundo representa un tesoro incalculable, pero también una carga durante nuestros desplazamientos.
En la novela “Zuckerman desencadenado” se narra, en un párrafo, la relación del protagonista con los libros en sus continuas mudanzas. Un fragmento maravilloso en el que su autor describe cómo el escritor Nathan Zuckerman, siendo un adolescente, sale de casa de sus padres con dos libros bajo el brazo, en dirección a Chicago. Esos libros, cuatro años más tarde, se han convertido ya en cinco cajas de clásicos de segunda mano que debe trasladar de nuevo a la casa de su familia antes de cumplir el servicio militar. Luego recorre sus matrimonios fracasados: de cada piso de cada ex mujer sale cada vez más cargado. Al final, y aunque no tiene ni cuarenta años, acarrea en sus mudanzas unas ochenta y una cajas de libros que, a la postre, sabe que cubrirán casi todas las paredes de su nueva casa.
Me conozco de memoria esos incordios. Empaquetar los volúmenes. Sacarlos del cuarto. Acarrearlos hasta el descansillo. Meterlos en el ascensor, si el edificio en cuestión dispone del mismo. Pasearlos hasta un coche o una furgoneta. Viajar con ellos en el maletero, en uno o varios trayectos, dependiendo de las toneladas que uno posea. Repetir la operación a la inversa: llevarlos desde el vehículo hasta el portal y luego hasta el ascensor, empujarlos por el pasillo, introducirlos en su nueva habitación, desempaquetarlos. Y ordenarlos otra vez. Cualquiera que tenga más de mil libros y una mudanza en perspectiva sabrá a lo que me refiero. Los míos, mis libros, han estado en seis lugares diferentes y soportado unos siete viajes en sus cajas. Ignoro si es mucho o poco. Los libros, en cada mudanza, se han multiplicado, como si fuesen criaturas que no cesan de procrear y se negaran a la extinción de su especie. Aumentan de manera bárbara, gracias a nuestra complicidad. Empieza uno trasladándose cuando todavía no se afeita y apenas posee cien títulos. En el siguiente cambio de domicilio probablemente sean ya doscientos o trescientos ejemplares. Pronto se convierten en mil. Y continúan creciendo, hasta que uno no sabe ya dónde meterlos, en qué huecos libres encajarlos: en las estanterías, en los armarios, en la mesilla. Cualquier escondrijo es válido para no desprendernos de su compañía, para no decirles jamás adiós. El monstruo no deja de crecer: si uno no se los compra, se los regalan. O tropieza en los cajones de las librerías de saldo con joyas cuyo precio ronda los dos euros y sabe que es inevitable hacerles justicia y comprárselas, rescatándolas de su lugar polvoriento y olvidado. Algunas personas, para ir haciendo hueco, optan por regalar los ejemplares ya leídos o los menos amados; otras, los venden a los dueños de las ferias de libros de ocasión; muy pocos los arrojan a la basura, por fortuna. Lo único que amarga de esta historia (porque, aunque ordenarlos y desordenarlos, empaquetarlos y desempaquetarlos, acarrearlos de aquí para allá constituya una sarna, en el fondo lo hacemos con gusto) es que, como suele decirse, nunca podremos leerlos todos: necesitaríamos varias vidas, etcétera. Son, insisto, una especie de monstruo que reclama nuestra atención y devora el espacio de la casa. Pero ojalá todos los monstruos fueran así.