Como si entrar en este mes equivaliese a entrar en un nuevo año, otro de mis propósitos consistió en no madrugar. Basta de madrugar, me dije, al menos durante agosto. De ese modo recuperarás el sueño atrasado (algo que, dicen algunos, jamás se recupera) y suavizarás esas ojeras que te emboscan el rostro y que, junto al pelo un poco largo y la barba de varios días, provocan el sentimiento de desconfianza de todos los guardias de seguridad de los supermercados y las grandes superficies cuando te paseas por los dominios que deben vigilar. Dormir más, como propósito agosteño (¡qué palabra más horrible: agosteño!), pues durante años le he dado muchas palizas a mis hábitos nocturnos: acostarme, durante los fines de semana, en torno a las siete u ocho de la mañana, y levantarme, durante los días laborables, en torno a esa misma hora, con lo cual el reloj biológico termina averiado. Un pariente me dijo hace poco: “Siempre que nos vemos estás bostezando”. Debe ser cierto.
Pero el primer día me salió mal: a las ocho de la mañana ya estaba despierto, con los ojos abiertos en actitud de lechuza, fiel a la costumbre de levantarme temprano. Lo cual me recuerda que hace años tuvimos en casa una lechuza, a la que llamamos Margarita: era simpática, entretenida, esponjosa y con un interés especial en las diversas formas de evasión de las jaulas y de los edificios. Me desperté, pues, sin proponérmelo. Así que me levanté de la cama y me puse a las teclas. En verano se entiende uno mejor con el ordenador a horas tempranas, cuando el sol aún no ha repartido sus puñetazos más fuertes sobre la fachada de la casa. El segundo día me ocurrió exactamente lo mismo: a las ocho de la mañana se me abrieron los ojos, los párpados se alzaron con esa resolución y esa misma contundencia con la que nuestras madres, en la infancia, nos levantaban la persiana del cuarto para que la luz de la mañana se filtrase dentro y no perdiéramos el día pegados a las sábanas. Si el cuerpo pide levantarse, tampoco hay que forzarlo a lo contrario. Así que me levanté y fui a por el periódico y luego me puse a las teclas. El tercer día decidí poner el despertador a las nueve. Intentaba ganar una hora de sueño. A mitad de noche, dado que duermo con la ventana abierta para que entre un poco de aire, me despertaron los gritos de un chaval español: daba grandes voces, denunciando que le habían robado (no entendí si le habían robado la vespa o sólo el combustible de la vespa), llamando, si ustedes disculpan el lenguaje, “ladrones” e “hijos de puta” y “cabrones” a los culpables, que a esas horas ya estarían a mil millas del lugar del crimen. Aquella interrupción me desveló. Debí tardar en dormirme diez o quince minutos. Y eso es lo que necesitaba: la interrupción hizo que no me despertara a las ocho, sino a las nueve. Vamos consiguiéndolo, me dije.
La ventaja de dormir menos y dedicar casi toda la mañana al ocio es que uno puede leer el doble o el triple de lo que acostumbra. Puede que no tengas una piscina privada, ni siquiera una piscina pública a mano, y puede que no tengas una playa para refrescarte, y puede que sólo tengas edificios, polución, jaranas y tráfico, pero la lectura te salva la mañana. Lo expresaba mejor que nadie (mejor que los intelectuales, en todo caso) un preso de ese programa de presidiarios cantores que ponen ahora en Televisión Española: decía que cuando lee un libro en su celda se olvida de todo, se evade del mundo, y durante la lectura no está en la cárcel, sino muy lejos de allí, y que leer es como dormir y soñar, que durante el sueño no eres consciente de estar en prisión, sin libertad. No duermo cuanto quisiera, pero la lectura me salva.