Quería ver alguna exposición, ya fuese de pintura o de fotografía, pero no me apetecía gastar dinero. Ese es el problema de las exposiciones de por aquí. Pongamos que la muestra que uno quiere ver está lejos de su barrio. Es necesario coger algún transporte público: metro, autobús o taxi. Quedémonos con el metro. Será un viaje de ida y vuelta, lo cual requiere emplear dos de los viajes del bono que uno suele llevar encima. Parece poco, pero cada bono cuesta algo más de seis euros, e incluye diez viajes, y esos diez viajes se los puede uno fundir en tres días o menos, dependiendo de sus hábitos. A finales de mes eso ya supone una pasta. En el museo elegido es posible que le cobren a uno por entrar. Por ejemplo, en la retrospectiva de Picasso, que puede verse en el Museo Nacional del Prado y en el Centro de Arte Reina Sofía, cobran seis euros en taquilla, pero nueve euros si es venta anticipada (sumado al euro de los auriculares, si uno pretende agregarse a las visitas guiadas de grupos). Dado que dicha exposición hay que verla en los dos museos, para conocerla al completo, hagan cuentas: los gastos de los cuatro viajes de metro, de ambas entradas, de los auriculares, y la caña o el refresco que uno se tomará al salir de cada edificio, pues en verano no se puede recorrer la ciudad sin quitarse el polvo de la garganta cada ciertos minutos. La cultura, una vez sumados los dispendios, le ha dejado a uno temblando la cartera. Aún no había cobrado, así que, por esa razón, decidí ir a una muestra gratuita: las fotografías de “Mi movida madrileña”. Otro día visitaré las exposiciones de Picasso; merecerá la pena, a pesar del gasto. Pero me niego a ir el domingo, el día de la semana que no cobran entrada: lo más probable es que las colas sean históricas.
“Mi movida madrileña”, que reúne algunas de las fotografías que hizo Pablo Pérez-Mínguez entre el setenta y nueve y el ochenta y cinco, puede visitarse en el Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid. Reconozco que no sé mucho de la movida madrileña, más allá de lo que vi en algunas películas españolas de la época y de la música que tardaría unos años en gustarme: en ese tiempo era aún un muchacho, y la movida quedaba lejos de mi universo. Casi todas las imágenes de la retrospectiva reflejan las sesiones hechas para las portadas de revistas, de carteles de fiestas o de conciertos. Luego están las “fotosporo”, retratos y primeros planos de rostros, de luz tan cruda y objetivo tan próximo al retratado, que se les notan los poros de la piel. Lo que uno se lleva en la memoria tras esta exposición es un conglomerado de maquillaje abusivo, plataformas, hombreras, pantalones y faldas de cuero, pelucones altos y retorcidos y espesos como merengues de tarta, toneladas de brillantina, tacones de aguja, hombres y mujeres travestidos, gafotas de la época, rostros de actores, cantantes, directores de cine, poetas, diseñadores. Sin embargo, el cartel ya resume la movida de forma cristalina: Alaska, Almodóvar y McNamara. Ellos son la movida. Condensan todos los aspectos básicos del funcionamiento de la movida.
Mucho petardeo, en definitiva. A mí el petardeo no me entusiasma. Reconozco, eso sí, que contiene su punto de rebeldía y de curiosidad sociológica. Pero, digámoslo claro: soy más partidario de ver, por ejemplo, una exposición de fotografías de tipos duros y femmes fatales del cine, de Bogart, Bacall, Eastwood, Mitchum, Verónica Lake, de jetas afiladas, revólveres, pitillos, humo, mujeres en sombra. De los ochenta me entusiasman su música y su cine, pero estéticamente me parecen el colmo de la horterada. Y de Almodóvar prefiero sus últimas películas.