Tiempo hacía que no pisaba un bar de desesperados. Los bares de desesperados son aquellos en los que, en una noche de lunes o de martes laborable, pulula gente solitaria, gente que quizá no tiene a donde ir, hombres y mujeres que padecen de soledad, insomnio o dipsomanía, personas que se aferran a la barra y conocen a otras personas que por allí recalan. Con suerte, en pocos días esos desesperados se hacen amigos entre ellos y, sobre todo, colegas del camarero, para que les dé conversación cuando el local esté vacío y les fíe en las noches más duras. Los observaba mucho en mi ciudad y los observo ahora que vivo en otro sitio. Gente sin esperanza: nunca les espera una novia o un novio, ni los verás en plena cita, y se van de la taberna tan solos como llegaron. También se les conoce por moscas de bar, como en “Barfly”, aquella película de Mickey Rourke y Faye Dunaway. La mosca de bar casi nunca tiene dinero para un trago, y a veces aguarda la compasión de alguien a quien no le importe el dispendio en alcohol. En una escena de “Empire Falls”, Paul Newman interpreta a una de esas moscas, esperando en la barra a que la camarera le invite a una cerveza.
Entramos en un bar de esos. Durante los fines de semana, de madrugada, se llena de jóvenes y de parejas. Pero una noche de martes, en verano, es distinta. Mientras pedimos las bebidas al camarero, observo el garito. Hay azulejos en las paredes, y docenas de fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de Camarón de la Isla y de otros cantautores. Veo una silueta del toro de Osborne y algunas pinturas que indican que sí, que aquel local ha tirado por la senda flamenca. Observo a los parroquianos. Un individuo me recuerda tiempos remotos. Es un hombre solitario, de mirada ida, que se pasea con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Camina despacio hasta el fondo del establecimiento y vuelve. Un tipo paseando dentro de un bar no es algo normal. Camina de aquí para allá como si estuviera en un parque y le diera el sol en el cogote. He visto a otros de su condición en el pasado y sé lo que representa: una mosca de culo inquieto, incapaz de acodarse en la barra. Se aproxima a nosotros. Se ha atado un jersey en la cintura; mejor dicho, más arriba: se ha atado la prenda casi a la altura del pecho, lo cual no indica demasiada salud. No sé si es un alcohólico o un tonto, aunque tiene más pinta de lo segundo. Nos pide un pitillo. “No, no tenemos”. Dice: “¿Y un porrito?” Las manos en los bolsillos, el jersey atado casi hasta los sobacos. “Pues no, tampoco”. Parece que quiere pedir algo más, pero no se atreve y prosigue su paseo.
Mientras hablamos y me bebo una tónica, sigo los pasos del hombre. Se detiene y le suelta al camarero: “Oye, ponme un mixto”. No pierdo ojo, pues tengo curiosidad por averiguar qué es un mixto. ¿Un brebaje, una copa de coñac? El mixto resulta ser un triste cuenco con un puñado de patatas fritas de bolsa. Se las lleva a una mesa y se sienta en la silla, a comerlas. Cuando acaba, entran dos señores: muy orondos ambos, con melenas rizadas, patillazas, pelambre en pecho. Parecen dos fanáticos del flamenco, aunque me descolocan sus camisas de turista hawaiano. El paseante se acerca a uno y le pide algo. Se ve que la situación no es nueva. Le contestan de mala gana y le dan la espalda. Los ojos del tipo, que parece inofensivo, se transforman en cuchillas de hielo. Al final, uno de los otros se gira y le da una moneda. Poco después, convence a una tipa que está sola para que le invite a una cerveza. El desesperado se la bebe con esa avidez del perro callejero devorando un hueso. Hay más desesperados en el bar, pero este es el más interesante. Intento imaginar su vida, pero no puedo.