Una de las circunstancias más aprovechables de la tierra en la que nací, y en la que he pasado estos últimos días, es, a diferencia de Madrid, la seguridad por la calle. No significa que en Zamora no se den situaciones desagradables: peleas multitudinarias, intentos de violación, atracos a mano armada, algún tiroteo que otro, etcétera, pero desde luego se dan con menos frecuencia, o apenas suceden en los barrios del centro, alejados de la periferia y de las zonas deprimidas donde abundan la miseria, la desesperanza, la venta de drogas y el conflicto diario. Lo que digo es que suelo moverme, principalmente, por los barrios del centro. Y por sus calles, plazas y avenidas puede uno caminar sin sobresaltos, sin temor a las batallas campales entre borrachos diurnos o a los conflictos entre moriscos que se dedican a vender costo.
En la capital no salgo a la calle sin poner un ojo en cada esquina. Soy de natural desconfiado, pero es lo mínimo que uno debe hacer si quiere vivir en una gran ciudad llena de ruido y furia. Un ojo en cada esquina al salir del portal. Y luego un ojo delante y otro, siempre, detrás. Revisar la catadura de quienes te encuentras por delante y de quienes te pisan los talones. En Madrid uno hace como en cualquier otra ciudad actúan las mujeres solas con bolso bajo el brazo: mirar hacia atrás, por encima del hombro, a ver quién es el dueño de las pisadas que resuenan en la calle solitaria. Uno debe fijarse en los reflejos de los escaparates, en los espejos, en las puertas de los cajeros automáticos cubiertos y hasta en las ventanillas de los vehículos. Todo en función de una sola cosa: fijarse en el fulano que camina detrás. En Madrid no me fío ni de mi sombra, lo cual obedece a un afán de supervivencia. Desconfío del tipo que se acerca a pedirme fuego o un cigarro, aunque yo no fume y él no encuentre en mí las huellas clásicas del fumador (el paquete de tabaco sobresaliendo de un bolsillo de la camisa o de la camiseta, el pitillo entre los dedos o en la oreja o en los labios, la cabeza del mechero asomando del bolsillo pequeño de los pantalones). No me fío del que trata de pararme, del que me pregunta por una dirección del callejero, del que me chista para que mire en su dirección, de cualquiera que encabece la frase con una pregunta, con un reclamo. Es mejor, en la vida cotidiana de las grandes ciudades, ir siempre por delante. Por delante del prójimo, para que no te pille desprevenido. Y aún así puede cazarte en un descuido. Recuerdo un caso. Mis amigos estaban en una cafetería madrileña, acodados en la barra. En medio del corro que formaban sus pies y piernas depositaron unas bolsas. Cuando decidieron marcharse del local se dieron cuenta, ya tarde, de que alguna mano de dedos largos y sibilinos les había hurtado una de ellas.
En el autobús y en el metro uno debe ir palpándose cada poco los bolsillos, debe procurar tener siempre a mano el teléfono móvil, la cartera y demás objetos de valor. No oculto que salir a la calle con mil ojos es un esfuerzo a menudo insoportable, que te introduce cierta tensión en el cuerpo. Pero, como comentábamos en casa el otro día, los animales también viven así: con los sentidos siempre en alerta, con el olfato, la vista y el oído al servicio de cuanto ocurra a su alrededor. Temen a los elementos, no se fían de nada. Hay que aprender de ellos. Para cerciorarnos, observamos a nuestro gato. Incluso en un entorno que ya conoce desde hace años y que jamás presenta amenazas (o sea, la casa), no da más de dos pasos sin cerciorarse de que no hay peligro. Salgo a la calle, en Zamora, y nada de esto interrumpe mis paseos. No tengo que tener un ojo delante y otro detrás. Se agradece, de vez en cuando.