La cuestión es la siguiente: tenemos a un padre, a una madre y a los hijos de ambos. Lo que se viene llamando una familia normal o tradicional. Pero los hijos, en este caso, deben ser pequeños, deben ser niños. Cuando llega el verano el padre y la madre, que están hasta la coronilla de trabajar y de vivir en tierras secas, ponen en práctica sus planes conjuntos: han esperado durante meses este momento y logran que sus vacaciones coincidan y deciden, entonces, viajar a alguna zona costera. Durante diez o quince días, quizá más o quizá menos, dependiendo de los posibles de la familia y de las ganas, van a estar entre playas, sombrillas, hamacas, aceites para el sol, “pescaíto frito”, cielos azules y sin nubes, brisa marina, toallas de baño, paellas, tintos de verano, cuerpos semidesnudos y proclamas publicitarias de vendedores ambulantes guiris con el soniquete en los labios de “Coca-Cola-Lemon-Orangsh-Servesafresca”. Pero, sobre todo, el padre y la madre buscan el alivio marítimo. Las olas, el baño refrescante, el horizonte azul, el salitre curativo, y los pies hundiéndose entre la arena y las algas de la orilla. Pero los hijos, que aún son niños, no quieren eso. De hecho, mire usted, por lo general odian el mar. Y ahí empieza el problema.
El problema empieza cuando toca, por la mañana, acaso muy temprano, preparar los bolsos e ir a la playa después del desayuno. Si el hotel o el apartamento en el que se aloja la familia no es muy malo, dispondrán de piscina, entre otros servicios. La piscina atrae a los niños como la luz a las polillas y la sangre a las moscas. Y los niños, en cuanto ven sus aguas ricas en cloro y sus orillas con cemento y sin arena, sólo quieren zambullirse dentro. Los padres comienzan siendo permisivos. “Venga, meteros un rato, pero en cuanto me tome una caña nos vamos a la playa”. Los críos, que se las saben todas, dicen que sí, sí, jefe, sí, papá, lo que tú digas. Dicen que sí con la boca y niegan con el cuerpo. Cuando los padres regresan de efectuar alguna compra o de beberse una caña fresca en el chiringuito más próximo, no hay manera de sacar a los chavales de la piscina. Con suerte, incluso habrán hecho amigos, otros niños de su edad a quienes, además, ponen de excusa: “Es que, si salgo, dejo solo a Manolín”. Entonces uno observa esa escena típica del verano y de las familias de interior que pasan sus vacaciones en la costa: los padres caminando por el bordillo, pidiendo a los chavales que salgan ya, oye, que ya está bien, que no hemos venido a Torremolinos para pasarnos el día en la piscina, y que piscina hay en nuestra ciudad e incluso en el pueblo de la abuela, y que uno no puede gastarse el dinero en hacer tantos kilómetros para que los hijos se pasen las horas en una piscina que encima esté llena de cloro y en la que todo el mundo se mea, oye, que el mar está ahí en frente, y fíjate que pureza y qué color y qué frescura, y que esto no hay padre que lo aguante, etcétera.
Los chavales, tras el rapapolvo, dirán: “Que sí, que sí, que ahora vamos. Un minuto más, sólo un minuto”. Y la mañana y la tarde transcurren, ante las miradas impotentes de la madre, que quiere que todos estén contentos pero juntos, y los visajes furiosos del padre, que observa compungido cómo se le van las vacaciones en ver a sus chavales bañarse en la piscina, una piscina de mierda, coño, oye, que encima es más pequeña que la del pueblo de la abuela, hasta dónde vamos a llegar. El padre se hace cruces y jura que no volverá. Mediada la tarde, los chavales ceden. Pero al día siguiente la escena se repite. Esa es una de las razones por las que algunos padres vuelven de vacaciones con los nervios triturados.