Les hago una visita a mi primo y a su novia y decidimos bajar un rato a la piscina. La piscina de la comunidad de su edificio. Antes de ir, como ya me habían avisado del posible chapuzón, me compro una toalla, aunque no encuentro un bañador que me acomode. A mí me gustan los bañadores de pata larga y de un solo color: el negro. Se conoce que soy siniestro hasta para ir al agua. El caso es que me presta mi primo el bañador de marras, hasta que compre uno. Porque el equipo completo de bañista me lo dejé en Zamora, ya que hace unos dos años que no me meto en remojo (en piscinas, lagos, ríos, mares, embalses, pero sí en la ducha, no vayan a pensar mal y me tachen de poco higiénico), por recomendación del médico. Como están a punto de cerrar los comercios y no me da tiempo a ver toallas, entro en un bazar chino. Allí tienen la toalla más macarra, ibérica y casposa de todos los tiempos. Y la compro, desde luego: es roja y negra, y muestra la silueta del toro de Osborne, con sus cuernos, su cola y su bolsa escrotal. Estos chinos sí que saben. "Es la toalla que llevaría Torrente, si fuera a la playa", dice mi primo. No le falta razón. A mí estas actitudes casposas, estas venas que me entran de vez en cuando, me procuran gran contento. Pero no lo hago por mal gusto, sino por cachondeo y por humor. Aunque he de -admitir que la toalla se me antoja simpática: un amigo me enseñó hace tiempo que uno de los emblemas de España es el morlaco de Osborne que vemos en algunas cunetas. Y yo ya digo lo mismo.
Alrededor de la piscina se está cómodo, encima del césped fresco y cuidado y leyendo un cómic de Spiderman. El sol se esconde y no hace demasiado calor. Proponen que nos vayamos al borde de la piscina. A meter los pies en remojo. A mí no me dan ganas de bañarme, será por la falta de costumbre. Y eso es precisamente lo que hacemos: meter sólo los pies. Los chavales, claro, se ponen a lanzarse en bomba cerca de nosotros. Los niños deben ser un poco gamberros en sus primeros años, porque de lo contrario luego crecen como firmes candidatos a recibir todas las collejas en el colegio y eso no es bueno. Eso de trastear no les viene mal, pero sin pasarse. Hay un niño que se las sabe todas: su hermana, un renacuajo más pequeño que él, trata de nadar con los manguitos puestos. Y nada cerca de nuestra orilla. De modo que el chaval se tira en bomba encima de ella y logra dos objetivos: que la hermana casi se ahogue y que el agua nos moje a nosotros de pies a cabeza. Un niño listo, que se dice.
Pero la madre lo advierte, porque las madres están en todo y no pierden detalle (las madres poseen un sentido propio de superhéroes de cómic, sólo que el hombre machista, a través de la historia, ha querido cambiarles la capa por el mandil de cocina). La madre lo advierte y no para de reprenderlo, dando grandes voces: "¡José María, ten cuidado con tu hermana! ¡José María, como sigas así te castigo!". Entonces se da cuenta de que la criatura del infierno también nos está empapando a nosotros. Y suelta la frase: "¡José María, ten cuidado, no mojes a estos señores!". Ahí nos duele. "Señores". No duele tanto que nos llamen señores, sino que lo haga alguien que gasta unos diez años más que nosotros. Cuando a uno le empiezan a llamar señor, es que es más viejo de lo que creía. Yo, entre el calificativo y el chaparrón, empiezo a odiar a José María. Menos mal que su madre pone orden y lo castiga sin bañarse. Al final ni siquiera me hace falta meterme en el agua. No soy un bañista ideal. Soy fúnebre, nocturno, gruñón, etcétera. Ese ha sido mi primer día de piscina en años y así me ha ido, de culo. Si todo va bien hoy estaré en una playa de Alicante. Les cuento a la vuelta.